9.03.2009

La culpa de todo

Entonces, ella lo besaba y la rana verde gelatinosa con olor a pata se transformaba en un morochazo alto con una sonrisa blanca y una capa que flameaba a sus espaldas. O peor, tocaban la puerta y ella se levantaba de fregar el piso y allí estaba el lomazo del príncipe, que le sacaba una chancleta con la delicadeza de un cirujano y le cambiaba la vida al probarle una zapatilla de cristal. Y de ahí en mas, nunca mas fregar ni cocinar... no, ahora era una princesa. O basta de lavar los calzones sucios de una banda de enanos malolientes. Ahora Blancanieves viviría en el castillo y tendría a su disposición una horda de sirvientas y un autentico príncipe que se adelantarían a cada uno de sus deseos.


En el castillo, Marido, en calzones, que se corta las uñas de los pies sobre el sillón blanco del living mientras mira la repetición de Boca-River del 91 por la Libertadores. Mientras tanto, yo lavo los platos a la par que saco la ropa del lavarropas, levanto juguetes desparramados, preparo almuerzos para el día siguiente y atiendo el teléfono.

Que sádico resultó, Mr. Disney.

LEER MAS....

1.09.2009

Y al tercer día…

Creo recordar que hace tiempo, cuando era joven, tenia un blog.

Recibo, intermitentes, imágenes de historias y anécdotas que se actualizaban todas las semanas.

Las puntas de mis dedos reviven cada jueves la vieja adrenalina y excitación. Sienten esa urgencia por acomodar palabras y descubrir imágenes.
Primero fui yo, que presentí la necrosis temprana de mi frágil animo literario. Pero me preocupé cuando hordas de fans me dieron por muerta.

Me puse una mano en el pecho y, al sentir el pulso firme y persistente, se despertó en las yemas de mis dedos ese deseo aplacado a fuerza de fines de año y navidades.

Pero a pesar de esa resurgencia, de esa memoria, de ese deseo, no puedo encontrar mi cuaderno de ideas.



LEER MAS....

12.22.2008

Mis excusas

Quizás sea el exceso de trabajo. Correr todo el día detrás de proyectos que la crisis pospone o cancela. Convencerme que la semana que viene, cuando me saque todo esto del medio, voy a dedicarle tiempo.

Quizás sea la falta de sueño. Acostarme demasiado tarde cada noche, aunque jure que es la última, y seguir en el régimen militar de levantarme a las seis y media cada día. Y entrar en el acelere de no parar ni un minuto, correr atrás del reloj desde que abandono el calor de las sabanas hasta que apoyo nuevamente la cabeza en la almohada. Siempre apurada, siempre con una lista mental de cosas para hacer, de la cual me olvido la mitad.

Puede que sea, sino, el empacho. Las cenas navideñas, las galletitas, los postres y la celebraciones que no tienen fin. Que cuando tachás la que crees que es la última del calendario, suena el teléfono para invitarte a una fiestita, nada formal, para festejar Navidad. Y saber que te espera otra mesa rebosante de dulces y manjares. Ni hablar de los que tienen el mal gusto de cumplir años en esta época y festejarlo.

Quizás sea la falta de ejercicio, del dolor de espalda y el achanchamiento general de las ultimas semanas.

Seguro que son las compras. Las listas interminables de regalos, aunque prometiste que no ibas a regalar nada este año. Pero de pronto aparece tu secretaria con varios regalos para Hijo, para Marido y para vos y no te queda otra. Hay que corresponder. Entonces, en la media hora que tenias libre corrés a comprar más y más regalos que después necesitan ser envueltos, etiquetados y estar acompañados por una sentida tarjeta. Porque nada es tan simple.

El frío no ayuda. Ni la lluvia. Se alargan todos los procesos y salir de casa en familia requiere horas de preparación.

Seguramente también podemos culpar a la distancia. A empezar a imaginar el árbol en la casa de mamá y la criolla cena navideña. Escuchar en el fondo brindis y los abrazos mientras nos conformamos con un llamado a los gritos borrachos de la medianoche porteña, a destiempo.

Puedo seguir horas encontrando excusas para no escribir, porque estoy ocupada, cansada y agobiada. Porque he comido demasiado los últimos días en compañía de cuasi extraños. Porque extraño la tensión de la Navidad familiar. La adrenalina sobre alguna pelea en ciernes, empachada de comida y regada con abundante alcohol.

Porque soy especialista en explicar mis problemas, en vez de solucionarlos.
Más que buscar excusas, debería frenar el mundo, sentarme frente a la computadora y empezar a contar una historia. Si hubiera una. Si fuera tan fácil.

LEER MAS....

12.04.2008

Invasión

Una soleada tarde de verano descubrís el montículo en un cantero. Pensás, inocente, que son sólo unas hormiguitas inofensivas que con un poco de veneno van a abandonar tu jardín. Dos días después descubrís el caminito plagado de hormigas que surca el pasto y la proliferación de pequeños centros autónomos de hormigas multiplicadas por tu displicencia. Respirás profundo. Todavía pensás que lo podes controlar. Esparcís cantidades industriales de mata hormigas y te olvidás.

Ellas retroceden, desaparecen. Vos reanudás tu vida, triunfal, luego de la batalla; ellas cuentan sus bajas, se reorganizan, aprenden, y atacan de nuevo. Esta vez invaden tu territorio. Entran en tu casa, en tu intimidad.


Una tarde te agachas a levantar un juguete y descubrís la fila india de trabajosas hormigas justo en el ángulo entre el zócalo y el piso. Las encontrás comiendo tus migas y bebiendo tu agua. Están gordas, achanchadas de semanas de comer gratis tu comida. Se sienten dueñas de tu casa, eligen las migas que quieren comer y abandonan otras que no les apetecen. Ellas están dándose la gran vida subsidiadas por tu apatía. Por primera y última vez, pensás, menospreciaste a tu enemigo. Esto es la guerra.

Lanzado, comenzás la carrera armamentista con una visita a la ferretería. Consumís horas de estudio frente a la computadora y comenzás a espiar jardines ajenos para tratar de entender sus tácticas. Aprendés, reorganizás y contraatacás. Con tu presupuesto de defensa severamente diezmado, te disponés a rodear la casa del veneno más potente que encontraste. Si hubiera sido legal hubieras esparcido Napalm por el jardín. Ahora las atacás con su propia estrategia: inundás su hormiguero, sus vidas, su intimidad. La victoria es inmediata y los pequeños insectos desaparecen. Con una manguera a presión terminás de destruir los monoblocks de sus ciudades y a puro chorro esparcís los restos bien lejos, como un aviso para quien se atreva a repetir la ofensa. Tu pulgar queda rojo de tanto apretar la manguera.

Esta vez aprendiste. Ahora sos más cauto. Por meses observas con atención zócalos, rincones y canteros. Pasan varias estaciones sin rastros de tu enemigo para que te declares victorioso. Insensato.

Una mañana levantás el cepillo de dientes y la descubrís. Ella ni siquiera intenta huir. Se inmola en beneficio de sus camaradas. Llamás a la oficina y cancelás las reuniones. Esta va a ser la madre de las batallas y vas a estar todo el tiempo que sea necesario para ganarla, no importa el precio. Todavía en pijamas, te sentás en el piso de la cocina con el Raid en aerosol en mano. Tu pulgar presiona apenas el pico, listo para disparar una lluvia de veneno. No hacés ningún ruido, no te movés, casi ni respirás. La hormiga muerta yace a tu derecha.

Vos no pestañeas. En algún momento ellas van a sentir que están solas y saldrán de la clandestinidad. Ellas van a bajar la guardia, convencidas que tienen la casa a su disposición. Las invasoras van a salir de sus guaridas para robar tus migas y hurgar por tus cajones. Lo sabés.

La primera sale tímida. Es marrón, parece más obrera que soldado. Quizás la mandó la Reina a buscar a su camarada. “Vení a buscarla”, pensás, “animate”. Casi sin darte cuenta, en el tiempo que te lleva hilar ese pensamiento, salen dos, cinco, diez, quince más. Están flacas, desesperadas, se mueven de un lado al otro como tratando de encontrar un rumbo. Vivir encerradas no les sienta bien. Tienen hambre, tienen sed y están dispuestas a comer lo que sea. Se van a atropellar hasta alcanzar una migaja del pan de carne incomible que quemó tu esposa anoche. Estás a punto de apretar el gatillo, dudás, reflexionás. Sabés bien que el Raid no las liquida; las asusta un poco, las obliga a esconderse, pero no vas a terminar con el flagelo a fuerza de veneno en aerosol. A esta altura del conflicto vos necesitas un ministro de defensa. Reunión de gabinete.

El fumigador llegó temprano la mañana siguiente. Luego de una rápida recorrida al interior y exterior de tu vivienda, delineó su estrategia de ataque: Inundar la casa de veneno especial para ese tipo de hormigas e incrustar unas carnadas envenenadas en el pasto alrededor de la casa, cercarlas hasta forzarlas al exilio. Por fin alguien que te entiende. Sentís la empatía del fumigador, que ha hecho propia tu lucha y puede recitar las distintas especies y costumbres del enemigo sólo por oler el cuerpito aplastado. Vas a aplicar artillería pesada y tenés una garantía por si se animan a reaparecer. Perfecto.

Dejás pasar el tiempo y mirás de reojo como las hormigas van en dulce montón a comer los falsos banquetes del jardín. Sabés que ceden a sus instintos y a su hambre. Ante tu aparente pasividad ellas abandonan la guerra y se dejan entumecer por los aromas deliciosos. Es cuestión de días hasta constatar que se extinguen. Desaparecen de tu casa como alguna vez los dinosaurios.

Sos feliz y el problema queda atrás como un mal recuerdo. Ya casi te olvidas y comenzás a recelar del suculento cheque que le pagaste al fumigador.

Esta mañana, luego de meses con la guardia baja, mientras te preparás el café, descubrís a las irreductibles, mimetizadas con el mármol de la cocina. Marchan en disciplinada fila. Seguís el camino por la pared y por el zócalo hasta el agujerito entre la puerta y el marco. Las mirás incrédulo por unos segundos, mientras marcás el número del fumigador. Lo esperás mirando esa fila infame de hormigas insurrectas que optaron por la resistencia. Las admirás un poco pero las odiás todavía más.

El siguiente paso es inundar los zócalos con otro veneno. Este no las mata en el acto, sino que se lo llevan a cuestas al hormiguero y se lo pasan a otras hormigas, se llenan de él para morir todas en masa. Aceptás sin ni siquiera escuchar toda la explicación. Esta guerra se tiene que ganar. Como sea.

Volvés a llamar a la oficina y ni siquiera mentís. Te quedás en casa para presenciar la aniquilación. Esta vez querés supervisar todos los detalles y ensuciarte las manos si es necesario. Tenés tus dudas, necesitas corroborar que el fumigador no se haya pasado de bando, que no se haya convertido en un traidor.

Las hormiguitas de la resistencia salen a trabajar y vuelven por el caminito del zócalo a refugiarse en la clandestinidad sumidas en la ignorancia. No saben que, luego de despedirse y rendirse al merecido descanso, no volverán a despertar. Ni ellas, ni sus hijitos, ni sus abuelitos, ni los vecinos. Ni las que trabajan, ni las que aprenden, ni las que curan, ni las millonarias, ni las que cocinan, ni las que cortan callecitas ni las que tienen planes sociales. Te imaginas la Ciudad Hormiga debajo de tus cimientos, diezmada por las primeras batallas. Las hormigas de la resistencia, viven en sótanos, agazapadas en su ciudad desolada. Escondidas, alertas. En unas horas, sin entender, se empezarán a morir. Te haces un té y te sentás a esperar.

Las pocas hormiguitas sobrevivientes organizan un comité de emergencia para minimizar la crisis. Al principio, desprevenidas, habrán intentado acomodar los cadáveres hasta que se dan cuenta que todavía contagian el veneno. Sin poder controlar la peste, las pocas hormiguitas que quedan abandonarán su ciudad muerta. Dejaran la ciudad de sus padres, de sus hijos, de sus hermanos sin el derecho a un ultimo adiós, un último beso, una caricia o una bofetada. Dejarán atrás sus pocas pertenencias y los cadáveres de sus hormiguitas queridas. Abandonarán tu casa.

Con la mirada vacía, salís al Jardín. Falta algo. Falta un enemigo. Dudás. En honor a las pocas hormiguitas insurrectas hacés un monumento con palitos cerca del hormiguero más grande, el primero en caer. Pensás para tus adentros en su valentía y determinación. Te detenés por un minuto a contemplar el hueco entre la puerta y el marco. Te agachás y mojas tu dedo en el té. Pintás una crucecita en la pared. Dejás una flor en el piso todavía húmedo de veneno.
LEER MAS....

11.28.2008

28 de Noviembre

Hace 35 años y nueve meses, en una ciudad un poco perdida, mi madre decidió por si sola condenarse al reposo absoluto porque, a pesar de la negativa del medico, ella sentía el puñado de células multiplicarse rápidamente en su panza. Gracias la terquedad de mi madre, yo existí. Supongo que en algún momento dudó de su cordura, pero ganó su testarudez. Y la panza empezó a crecer.


Una tarde como esta, miles de kilómetros al sur, hace 35 años, mi mamá se adelantó una vez mas a las predicciones médicas y, aún cuando las enfermeras le juraron que no era el momento, ella las convenció a fuerza de hacer sonar la alarma del hospital. Una tarde como esta, mi papá cortó el cordón que nos unía, y me sostuvo mientras tomé mi primer soplo de aire. Una tarde así, veraniega, caliente, mi boca se desplegó en un llanto. El primero.

Hoy el noticiero anuncia nevadas en otro idioma. Hoy me despertaron las patadas de Hijo compartiendo nuestra cama y su zambullida sobre mi panza. Hoy parece un día igual a cualquier otro. Hoy cumplí años.

LEER MAS....

11.20.2008

El Gato de Laura (Parte Tres)

No pude dejar de pensar en el Roña. Sabía que andaría por ahí. Roña era el perro callejero del barrio. No sé si tenía nombre, o como lo llamaban los vecinos, pero desde el día que nos mudamos a esta casa, para mí fue el Roña. Es un pichicho cariñoso e independiente que siempre viene a saludar cuando llego de la oficina. Yo respondo a esas muestras de cariño desinteresadas con algo para comer y un plato con agua. Hay algo especial entre el Roña y yo. Varias veces le sugerí a Laura que lo adoptáramos pero la impronta callejera del perro lo impedía. Eso y Alexis, que era por ese entonces el dueño de casa.

Evalué el desastre alrededor del sepulcro del gato. La tierra estaba movida y, lo peor, la estatua y el gato habían desaparecido. Cuando consideraba mis opciones me distrajo el sonido de pasos a mis espaldas. Giré despacio, y me encontré cara a cara con el jardinero.

- “¿Qué tal, Antonio?”, lo saludé sin saber, aún, que mi salvación estaba en sus manos.
- “Mire, Señor David, yo quería pedirle disculpas por lo de las macetas. La Señora Laura me contó del incidente y le quiero aclarar que no fue a propósito.”, empezó a decir el jardinero.
- “No te preocupes. La Señora Laura está un poco deprimida pero ya se le va a pasar”, intenté tranquilizarlo.
- “En este otro tema, lo de la tumba, en eso no tuve nada que ver, Señor, pero quédese tranquilo que ya me encargué de ese perro y no va a joder más.”

Me quedé mudo. Sin habla. Atontado. ¿Qué tenia que ver el Roña con todo esto?

Antonio prefirió callar y me condujo hasta el fondo de la casa. Al cantero de los geranios. Corrió un poco las hojas y expuso el pozo que el Roña estaba cavando esta mañana. Miré fijo. Muy al fondo se veía una maraña de pelos erizados. Enfoqué bien los ojos para confirmar el macabro hallazgo. Se me secó la boca. Hacía frío, pero empecé a sudar. Las imágenes, los pensamientos, las excusas se agolpaban en mi cabeza sin orden ni sentido. Si bien había zafado como por arte de magia de asesinar al gato, de olvidarme de comprar el ataúd y de limpiar el garaje, esta vez no veía escapatoria. No había manera de anticipar las conclusiones que sacaría mi mujer de semejante espectáculo. Tuve que hacer un esfuerzo para hilar la siguiente frase.

- “¿Qué pasó con el perro, Antonio?”, me costó preguntar
- “Mire, Señor, al malandra ese lo saqué a las patadas y arreglé el agujero en el alambrado, así que no va a volver.”


Me despedí del jardinero y di la vuelta a la casa. El Roña no estaba por ningún lado. Le dejé su plato y su recipiente con agua en el frente, y entré.

Laura había salido temprano. Ni por la culpa ni por el luto se perdería la clase de pilates. Agarré una pinza de la caja de herramientas y me encaminé hacia el alambrado. El Roña me esperaba del otro lado, sin entender porqué. Esos ojitos tristes pedían disculpas, amor y algo para comer. Rompí las ataduras de Antonio y, en mi apuro, el alambre suelto rasgó la herida que me había hecho Alexis el día anterior, ya muerto, en mi garaje. “Gato mi mieeerrrrrdaaaaa”, grité con toda la fuerza de mis pulmones, en un profundo y necesario desahogo. El Roña entró feliz a revolcarse en su jardín.

Rastreé un poco el fondo y encontré entre las plantas la estatua rota del gatito durmiendo. El barro todavía estaba húmedo por efecto de los regadores y fue fácil limpiarla. Sólo le faltaba la cabeza, que apareció a unos metros. Por suerte encontré pegamento en el garaje.

Luego me dediqué a tapar la tumba vacía de Alexis, para devolverla a su estado original. En medio de la tarea me di cuenta que el gato ya no necesitaría la costosa caja de madera. Dudé unos segundos, pero el recuerdo de la absurda suma que se había acreditado en mi tarjeta me obligó a sacar la caja del pozo antes de taparlo. Si la limpiaba un poco, la podría devolver al anticuario sin problemas, pensé. La metí en una bolsa, en una caja, en otra bolsa y dentro del baúl del auto. Bajo ningún concepto podía permitir que Laura la encontrase.

Ahora el gatito durmiente yacía tranquilo sobre la tumba falsa. Todo parecía normal en mi jardín, excepto por los trozos despedazados de Alexis detrás de los geranios. Con la pala todavía en la mano, me dispuse a solucionar ese problema. En eso estaba, dándole una apariencia normal, cuando algo relució entre la tierra. Era la medallita del collar de Alexis, doblada y atravesada por los dientes del Roña. La levanté y la sostuve, embarrada y agujereada entre mis dedos. Antes de caer en un ataque de sentimentalismo por el gato asesinado, la guardé en mi bolsillo.

Limpié y ordené todos los utensilios y me fui a bañar. Cuando salí, renovado, de la ducha, encontré a Laura tirada en la cama, llorando a moco suelto. Me costó encontrar fuerzas para hacerme cargo del nuevo ataque de histeria de mi mujer. Miré el reloj. “Debería estar en la oficina”, pensé. Le ofrecí unos Valium, para poder irme tranquilo. Ella se negó, sin hablar. La única respuesta que me dió fue sostener en alto el collar destruido del gato. Ya está, pensé. Se terminó la buena racha. Mi cabeza empezó a inventar excusas mientras Laura intentaba tranquilizarse para poder hablar. No había caso, ella disparó primero.

- “¿De dónde sacaste esto?”, preguntó.
- “Mi amor, antes que nada quiero que sepas que yo....”
- “¿De dónde sacaste eso?”, me interrumpió para volver a preguntar. Decidí hacer lo que cualquier hombre decente: culpar al jardinero. Para algo le pago.
- “Antonio lo encontró en el cantero con los geranios”.
- “¿Sabés hace cuanto que lo busco? “

Al parecer, ese era el collar viejo de Alexis, que había desaparecido hace semanas. Laura había comprado uno nuevo, pero nunca llego a ponérselo porque el gato decidió dormir en el secarropas. Increíble, pensé.

- “Laura, mi amor, esto es una señal”, sugerí tratando de aprovechar el momento. Ella me miró sorprendida. Casi se podían escuchar el esfuerzo de su cabecita para forzar el entendimiento.
- “¿Sabés quién encontró este collar? El perro callejero ese que anda siempre por nuestro jardín.” Noté que Laura empezaba a desconfiar, pero no me detuve. La velocidad era esencial.
- “En serio, preguntale a Antonio. El perro apareció con el collar esta mañana. Creo que es una señal de Alexis. Sabe que lo vas a extrañar y no quiere dejarte sola”, insistí.
- “Pero ese perro es un asqueroso, esta todo roñoso. Alexis jamás haría una cosa así”, argumentó ella, con cierto grado de razón.
- “Es verdad. Alexis era un gato muy refinado, pero ese perro es el único animal que conocía. Creo que no tuvo opción”, agoté mis recursos.

Ella meditó en silencio un rato, contrariada ante la evidencia. Su adorado gato le pedía ahora que adoptase a ese perro desagradable. Ella no podía resistirse a los deseos post mortem de su mascota. Luego de mucho pensar, en silencio y todavía desconfiada, Laura accedió.

- “Creo que tenés razón. Es el deseo de Alexis. Ahora le tenemos que poner un nombre”, dijo
- “Creo que ya se lo pusiste, mi amor. ¿No dijiste que era un perro roñoso?
- “Si….”, contestó dubitativa
- “¿Que tal Roña?”. Ya estaba fanfarroneando un poco. Laura me miró y, por primera vez en dos días, sonrió.

Esa noche el Roña durmió adentro. Laura no parecía demasiado convencida y se notaba que hacía un esfuerzo por quererlo. “Ya llegará”, pensé.

A la mañana siguiente me levanté excitado por tener al Roña en casa. La vida me sonreía. Llamé a la oficina para cancelar todas mis reuniones: llevaría al perro al veterinario. Me apuré al bañarme, vestirme y desayunar. Antes de subirme al auto, lo llamé. El Roña no respondió. Insistí. Recorrí los cuartos gritando su nombre y silbando. Nada. Revisé placares y rincones. Ni señales del cachorro. Chequeé las ventanas, a ver si se habría escapado. Lo llamé de nuevo, silbe, aplaudí. Hice sonar su plato de aluminio. Nada. El perro no estaba por ningún lado. Agachado, buscando debajo de la cama se me ocurrió. La adrenalina me hizo subir la presión. Me temblaron las piernas. Corrí al lavadero. El Roña dormía tranquilo al calor de su manta vieja. Dentro del secarropas, por supuesto.

LEER MAS....

11.13.2008

El Gato de Laura (Parte Dos)

“Lo peor es la culpa, ¿no?”, dijo Laura después de llorar un rato largo en mis brazos. Me quedé helado. ¿Habría menospreciado su inteligencia? Por las dudas, intenté tranquilizarla.

“Shh... necesitás descansar, ahora no pienses más. Dejalo ir”, sugerí.

“No voy a poder descansar, no puedo soportar la culpa”, dijo entre sollozos.

No quise dar crédito a mis oídos. Mientras hablaba, Laura hipaba como un bebé; tenia todo el maquillaje corrido, los ojos enrojecidos y vidriosos y la nariz tapada de mocos. Con la voz gangosa por la angustia, podría haber dicho casi cualquier cosa. Expectante, le acaricié un poco más la cabeza. De a poco se fue aflojando hasta recostarse extenuada en un sillón del living, donde se abandonó a respirar fuerte y sollozar.

Cuando la situación parecía controlada se levantó de un salto, corrió hacia el garaje y, en uno de esos despliegues actorales a los que ya estoy acostumbrado, levantó al gato y gritó, claro y fuerte:

“¡Alexis, perdoname, por favor perdoname por lo que te hice!, ¡Aleeeeexiiiiiiiis!”

Laura besaba extasiada el cuerpo muerto de su mascota y lloraba a los gritos; yo ni me preocupé por ocultar mi sorpresa. Creo que hasta sonreí. Luego de exigir respuestas y suplicar perdones por un rato Laura decidió dar por terminada la escenita y volvió a buscar refugio en mis brazos. Traté de mantener la voz calma mientras evaluaba la situación.

“¿Porqué te culpás, mi amor? ¿No ves que fue un accidente?”, me animé a preguntar.

Entre sollozos Laura me explicó que la tarde anterior, al volver de su clase de pilates, se había encontrado con Antonio, el jardinero, quien recién terminaba de transplantar los geranios al cantero del frente. Antonio necesitaba un lugar para guardar las macetas vacías y Laura lo invitó a ponerlas donde pudiese dentro del garaje. El jardinero incluso preguntó si podía reacomodar un poco y ella, que estaba apurada para irse a tomar el té con las chicas dijo que sí sin pensar. Suerte de campeón que le dicen; esa mañana, cuando pergeñe mi plan, ni había visto las macetas en el estante de arriba. Mi propia genialidad me impresionó y, una vez más, tuve que hacer un esfuerzo para no sonreír.

La próxima jugada casi se definió sola. Con el pretexto de que no se torturase más por un simple accidente doméstico, le encajé unos Valium y ofrecí hacerme cargo de los arreglos del sepelio. Ella accedió justo antes de desvanecerse bajo los efectos de la droga. Tuve que tumbarla en la cama para que siga roncando su culpa en el dormitorio. Calculé que dormiría toda la tarde y me fui a la oficina. Todavía tenía que ponerme al día con los sucesos de la mañana y preparar una presentación importante para un potencial cliente. Me interné en un mar de planillas de cálculo, propuestas, e-mails, precios y estrategias. Por fin me olvidé de Laura, del gato y hasta de ir al baño.

Pasadas las 7.30 salí de la oficina y ví en la pantalla del celular seis llamadas perdidas, todas de Laura. ¿Qué hacía despierta, la muy hinchapelotas? Podía jurar que tenía Valium como para dormir una semana. Junte coraje y llamé.

“¿Dónde estás?”, fue lo único que dijo al atender. Tengo que reconocer que me agarro desprevenido y respondí como un amateur.

“Eh... pasé un minuto por la oficina”, dije, porque no se me ocurrió nada mejor. Los escasos puntos que había sumado durante la mañana en mi papel de marido comprensivo se desvanecieron y lo que siguió fue una larga lista de reproches, desde que la había abandonado en ese, el día más triste de su vida, hasta los recuerdos de mi inolvidable borrachera y posterior papelón en las bodas de plata de mis suegros. Todo un rosario de culpas fue desplegado gracias a su memoria detallista. Había vuelto mi Laura. La llovizna mojaba el pavimento y el efecto difuso de la humedad y las luces de los otros autos hacían de cortina al ruido blanco de sus acusaciones. La tarde había cobrado una aparente cotidianeidad hasta que, antes de dar la vuelta en el último semáforo, ella frenó en seco la perorata y preguntó:

“¿De que color es el ataúd?”. Tardé unos segundos en disociar sus palabras y darles sentido, tiempo en el que pude improvisar una respuesta. Esta vez no costó mucho convencerla que ella tenía una conexión especial con Alexis y era quien debía elegir el sarcófago en el cual el minino emprendería su viaje hacia el más allá. Después de haberlo matado, esa última ofrenda de amor era lo mínimo que podía hacer.

No me dejó ni estacionar. Ella estaba ansiosa en la puerta, de riguroso luto y lista para comenzar un raid de ferreterías, almacenes, casas de objetos de madera, puestos de flores y poli rubros. Cerca de las nueve y media, sin cenar y en el momento en que se desataba una tormenta majestuosa, Laura se decidió por una hermosa caja de madera tallada con incrustaciones de nácar en forma de florcitas. Como Alexis adoraba jugar en las macetas, no hubo dudas, era para él. El chiste me costó un ojo de la cara pero, un poco por la culpa propia del asesino y otro poco porque tenía hambre, saqué la tarjeta de crédito y firmé sin mirar. Ya encontraría la manera de cobrárselo.

Según las indicaciones de mi mujer, el cajoncito sería enterrado en una tumba coronada con una estatua de un gatito durmiendo que encontré en el Wal-Mart. Le prometí que le haríamos grabar Alexis en el lomo.

De vuelta en casa nos encaminamos al jardín en donde Laura caminó en trance bajo la lluvia por unos veinte minutos hasta dar con el lugar exacto en donde enterraríamos al animal. Luego subió al auto y me dejó cavando la tumba en el jardín, bajo el aguacero, iluminado por los faros, creo haber visto esa imagen en El Padrino. Después de todo, un hombre que cava un foso durante un aguacero iluminado sólo por las luces de un automóvil es una linda manera de destruir la reputación que tenemos en el barrio.

Ya pasada la media noche logré hacerla entrar a la casa. Había sido un día difícil, pensé mientras cerraba el portón y salivaba ante la promesa de una cerveza helada. Me despabiló de mis ensoñaciones etílicas el grito de mi mujer que miraba, enloquecida, la escena del crimen todavía intacta.

Fue algo automático. Quería terminar con el asunto del gato muerto. Me arrodillé en el piso y temblando de frío comencé a fregar. Mientras eliminaba los rastros del líquido de frenos, el miedo comenzó germinar. El viento y la lluvia golpeaban furiosos contra las ventanas del garaje. Sabía que era imposible, pero con cada escurrida del trapo me convencí que el espíritu del felino estaba atascado en la casa, enfocado en cagarme la vida. No pronuncié palabra. Sentía el fantasma vengativo del minino maullar a mis espaldas. Los truenos hacían retumbar los vidrios y los cimientos. Además de su alma en mi casa, tenía su estatua frente al dormitorio, estratégicamente ubicada para recordarme a diario del minino que me esperaba para ajustar cuentas. Esa noche fuimos dos los que tomamos Valium.

Estaba todo dolorido cuando sonó el despertador y me empujé fuera de la cama. Preparé un café negro, doble, y esperé sentado en la mesada el golpe de la cafeína en el estómago. Me serví otra taza para terminar de despabilarme y levanté la vista para evaluar el daño que la tormenta había dejado en mi jardín. No llegué a ver las ramas caídas, ni las hojas desparramadas por el pasto. Ni siquiera los charcos de barro que desdibujaban los límites del cantero grande, el de los geranios. Lo único que vi fue el lugar vacío y la tierra revuelta en donde anoche yo mismo había acomodado, con una oración, la estatua dulce del gatito dormido. Cerré con fuerza los ojos, apreté la mandíbula y los puños, pero cuando volví a abrirlos el sitio seguía vacío.

“Gato de mierda”, pensé, “Estas decidido a cagarme la vida, ¿no?”. Era una lucha desigual, hombre versus espíritu.

Junté valor y salí a evaluar más de cerca el terreno. La tierra estaba revuelta y la figura, desaparecida. No había rastro alguno en el barro. Traté de reacomodar la tierra con una pantufla y una corriente helada de adrenalina me corrió por la sangre. Dentro del pozo estaba la caja con las flores de nácar, abierta y vacía.

Continuará...


LEER MAS....