8.28.2008

La tercera es la vencida

Todavía no sé si estar orgullosa o si me tiene que dar vergüenza, pero gracias a mi iniciativa, empuje y liderazgo, empezamos en la oficina un programa corporativo para adelgazar. Una especie de Alcohólicos Anónimos para gordos que somos todos viejos conocidos.

Que conste en actas que no lo hice por mí, no señor. Lo hice por Gordi, una chica que trabaja en Legales. Gordi es muy inteligente y divertida, con un humor ácido que escasea por estas geografías. Gordi tiene un sobrepeso de, estimo yo, cerca de 100 kilos. Creo que debajo de las extensas capas de grasa, incluso es linda. Tiene buen pelo y, pareciera, lindos ojos. Me da pena que sea tan obesa y quería ayudarla. A ella.

En este programa vienen a tu oficina, te dan una dieta y después van todas las semanas a pesarte y te tiran de las orejas si seguís con las actitudes de gordita compulsiva. Lo único que tenia que hacer era conseguir un grupo de 15 personas.


Me enfrenté, en ese momento, a la primer disyuntiva. Si hacía público este programa iba a frustrar años de trabajo, un gran esfuerzo por esconder que soy una gordita clandestina. Todas mis refinadas estrategias en el arte de los cortes de pantalón, de los accesorios, las telas y los colores, tirados por la borda en un acto de generosidad al prójimo. Intenté correr el famoso boca a boca a ver si alguien se interesaba, sin exponerme. Juro que no lo planeé, pero otra gordita clandestina que trabaja en Compras se auto promocionó a Gerente del proyecto y tomó a su cargo la comunicación y la cobranza. Me salió redondo (sin doble sentido).

Sólo faltaba esperar hasta el jueves, la primera reunión. Si hubiera podido esperar paciente... pero cuando tengo una misión soy implacable, casi diría insoportable. Como quien no quiere la cosa, me acercaba todos los días al cubículo de Gordi para mandarle un recordatorio subliminal. Comentaba cosas como: “Aprovechemos para comer papas fritas ahora, porque el Jueves se acaba la joda”o “Que injusta es la distribución de metabolismos, ¿no?”.

El miércoles a la noche no cené. El jueves me levanté temprano y casi no desayuné. Seleccioné la ropa del día según el peso de las telas. No era cuestión de, además de mis generosas carnes, agregarle a la balanza gramos innecesarios. Antes de la reunión me fui al gimnasio. Me encargué de chivar buen rato y después me duché. Cuando me vestí, guardé en el bolso el reloj, aros, collar, pulseras y todo tipo de accesorio. Hice fuerza con la vejiga para sacar hasta la última gotita de pis. Y fui a enfrentarme con los otros gordis.

El placer que no tuve al ver mi peso en la balanza, lo tuve cuando vi a Gordi sentada en la primera fila, cual alumna aplicada. Allí estaba, con toda su humanidad, atenta mientras tomaba apuntes de todo lo que decía la instructora. Me sentí feliz, un poco como la Madre Teresa de Calcuta. Sentí que podía cambiar la vida de Gordi, que podía ayudarla a ser más saludable. Después de todo, yo estaba ahí por ella, no lo olvidemos.

La reunión terminó con la promesa colectiva de comer mucha ensalada, alejarse del pan y hacer ejercicio. Volví a mi escritorio con el sentimiento de la misión cumplida. Aliviada, feliz de haber traído a Gordi a una vida mas sana.

Ya a esa altura, con varias horas en ayunas y la escapadita al gimnasio, tenía mucha hambre. Miré el tupper con mi comida y me deprimí un poco: esa porción controlada y exigua no me iba a ayudar demasiado. Por suerte, justo llegó un e-mail de la secretaria que anunciaba sobras de un almuerzo ejecutivo en la cocina. Agarre el tupper y enfilé a ver que me deparaba el destino.
Ahí me enfrenté a la segunda disyuntiva. Sobre la mesa había una variedad de manjares rebosantes de grasa, calorías, azucares y carbohidratos. Me resistí, concentrada en el tupper con comida light que estaba en el microondas. Era el primer día de mi dieta, si me dejaba tentar hoy, ¿qué me esperaba el resto de la semana? Fijé la vista en el plato que giraba. Enfoqué todos mis sentidos en el reloj digital que retrocedía los últimos segundo. 10, 9, 8. Entró Gordi a la cocina, impulsada por el mismo e-mail. 7,6,5. Saludó. 4,3. Sin ni siquiera dudarlo, sin sentirse culpable ni pedirme permiso, agarró un plato descartable y se sirvió una generosa porción de fideos y la regó con salsa y crema. 2,1. Esparció una espléndida cantidad de queso rallado. Beep Beep Beeeeeeeep. Agarró un pan. Me sonrió mientras meneaba sus carnes hacia la puerta.

Saqué mi comida del microondas. Huele bien. Es sana, sin grasa, sin carbohidratos. Camino a la salida me enfrenté a la tercera, y última, disyuntiva. La panera. Perdí. Salí de la cocina con mi comida calentita y en la otra mano un pedazo de pan. Bueno, dos.



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8.21.2008

Cien años de perdón

Cuando quedé embarazada, Marido comenzó a coleccionar alcancías para Hijo. Chanchitos de plástico que te regalan en el banco para enseñar a los niños a ahorrar. Marido, cada vez que iba al banco, le mangueaba un chanchito a la cajera y guardaba allí las monedas que le sobraban cada día. Así llenó un par. Unas semanas antes de parir, un amigo que, o bien tiene dotes de vidente, o lo conoce bastante, le regaló una alcancía hecha y derecha. Un chancho extra large de cerámica con el nombre del nonato Hijo pintado en un costado. Ese fue un nuevo desafío para Marido, que empezó a juntar dinero con nuevo ahínco. Demás esta decir que, antes de nacer, la criatura ya contaba con una pequeña fortuna.

Yo, en cambio, nunca deposité ni un centavo. No es por tacaña, no. Bueno, quizás un poco, pero tengo razones más dignas.

En mi billetera las monedas no son una molestia, sino todo lo contrario. Son un bien preciado, por gorda y por glotona. La máquina expendedora de gaseosas y golosinas de mi oficina sólo funciona con monedas. A las diez de la mañana, cuando mi estomago se olvidó del apurado desayuno que tomé a las siete, las monedas me salvan. Si después de almorzar mi cuerpo exige algo dulce, son ellas quienes vienen al rescate. A las tres de la tarde empiezo a cabecear en el escritorio y las monedas son el pasaporte a una dosis de cafeína. Las monedas me mantienen con vida. Con abundante vida. Con exceso de vida, podríamos decir.


Durante el embarazo, en cambio, el doctor fue quien me recomendó comer varias veces al día y tomar mucha leche (chocolatada) para evitar la acidez. No era ni por gorda ni por glotona. Era porque estaba preñada.

Cada noche, veía a los cerditos engordar y capitalizarse. Entonces, si algún día me quedaba sin monedas, antes de salir de casa atacaba las alcancías de Marido. Nunca consideré que eso fuera robar por dos razones: Primero, esas monedas eran también mi plata y, segundo, las necesitaba para mantener un embarazo saludable y traer al mundo un bebé sano. Dos razones inobjetables.

Una mañana como tantas otras, esperé que Marido se fuera a duchar y me dispuse a perpetuar el saqueo. Estaban las dos alcancías de plástico rellenas y la nueva, la grande, de cerámica, a medio completar. Mi extracción se iba a notar menos en esta última. Cuando la di vuelta, las monedas sonaron adentro. Empecé a forcejear con el tapón de plástico pero no cedía. Yo tironeaba cada vez más fuerte y el chancho era un sonajero. Entre mi desesperación, el ruido de las monedas y la tranquilidad de escuchar la ducha, no sentí los pasos de Marido.

- ¿Qué hacés?
- Nada, respondí, quería abrir esto
- ¿Para qué?
- Quiero ver una cosa...
- ¿Necesitas plata?
- Eh... sí
- Yo te doy, dice, mientas me alcanza un billete de veinte.

¡Un billete de veinte! No me sirve para nada. Puedo tener cientos de billetes de veinte que, una vez dentro de la oficina, es lo mismo que nada. No detuve mis intentos de abrir el chancho para explicarle mi desesperación por las preciadas monedas que él depositaba ahí todas las noches.
Entonces empezó el monólogo: Que no tengo vergüenza, cómo soy capaz de robarle a nuestro propio Hijo... ¡La criatura todavía ni siquiera nació y ya tiene su patrimonio personal! No hubo manera. Ni de abrir la alcancía ni de convencer a Marido, que las escondió para siempre. Fue mi primer día sin papas fritas, m&m, leche chocolatada ni gaseosa y no fue fácil. Este temita del embarazo no era tan bueno si no podía, por primera vez mi la vida, comer sin culpa.

Esa noche, antes de que llegue Marido, revolví toda la casa. Empecé por el cuarto a medio armar de Hijo, la cocina, nuestro dormitorio, el living. Nada. No es sencillo esconder tres alcancías, una de ellas bastante grande, pero Marido lo logró. Cuando llegó de trabajar me encontró en mi frenética búsqueda mientras vaciaba el placard del lavadero. Probé distintas estrategias: Primero, prometí: Le jure con mi vida que no iba a sacar nunca más nada. Luego, me enojé: Al final, era mi plata también y yo hacía tantos esfuerzos como él en ganarla. Después, negocié: El chico todavía no nació y ya tiene todo ese dinero, cómo vamos a educarlo en el valor del esfuerzo si empezamos regalándole plata porque sí. Como eso tampoco dio resultado, apelé a la culpa: El médico dijo que tenía que comer cada dos horas, por mi salud y la del bebé. Al final, víctima: Total, la que sufre la acidez soy yo. Para vos es muy fácil, no te transformaste en una ballena franca austral. Marido siguió firme y no pude, aún hoy, descubrir el escondite secreto de las alcancías.

Luego de un período en el que el proveedor de las máquinas expendedoras estuvo a punto de declararse en bancarrota, aprendí a desarrollar las artimañas mas variadas y creativas para mantener el monedero cargado. Ahora cuido las monedas con mi vida. Tengo varias estrategias de aprovisionamiento que no voy a detallar acá, porque sé que Marido me lee... a veces. En general me dan buen resultado aunque he tenido que apechugar algunos días y tomar agua del bebedero como todos los mortales. Son días más difíciles, pero se sobrevive.

Ahora que Marido ha eliminado la tentación de manotear las alcancías, y yo pasé por un largo período de abstinencia que me sirvió para madurar como madre, a veces no entiendo como pude robarle a mi propio hijo. Otras veces pienso: Hijo me roba horas de sueño. Me robó mi esbelta figura y piel de durazno. Hasta en los peores días, me roba una sonrisa. Desde el día que vi esas dos rayitas asomarse entre mis gotas de pis, Hijo me robó el corazón. Ladrón que roba a ladrón...

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8.14.2008

Cómo llegué hasta acá

Nunca me imagine casada. No soñaba con vestidos de novia, arreglos florales ni listas de casamiento. Aquel sueño edulcorado de encontrar a tu príncipe azul, dejarlo todo por él, reproducirse como conejos y dedicarse a cambiar pañales y limpiar los baños no era para mí. Con la misma certeza, entendí que había una cuota de soledad en ese destino que me esperaba, irremediable. Llené mi vida de libros, de música, de trabajo, de todo aquello que me pueda augurar una vida plena, sin marido ni descendencia a la vista. Y era feliz. Casi feliz.

Hasta que un día vi cruzar la calle a un caballero alto y de mirada franca y fue mi perdición. No solo terminó convirtiéndose en Marido, sino en amigo, compañero, amante y confidente.
Juntos sentimos el hechizante llamado de nuevas oportunidades, hicimos las valijas y nos lanzamos a la aventura, al juego de inventar nuestra familia solos, en otro país, con otro idioma y otras costumbres.

Este nuevo hogar es la patria de Hijo, que con su año y medio, sus rulos indomables, su risa espontánea y sus caprichos frecuentes revoluciona cada día, agota hasta el ultimo gramo de energía y le da un sentido a mi vida.

Y acá estoy hoy, un poco más arrugada y con menos paciencia. Con una vida que, a diferencia de la mayoría de las mujeres que conozco, no planifiqué. Cada día fracaso en el intento de ser la mejor mamá, la mejor esposa, la mejor profesional, adelgazar un poco, hacer ejercicio, lavar la ropa y hacer las camas. Y entre todo eso, también, intento recuperar una parte de aquel pequeño y adolescente sueño de escribir.


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