12.22.2008

Mis excusas

Quizás sea el exceso de trabajo. Correr todo el día detrás de proyectos que la crisis pospone o cancela. Convencerme que la semana que viene, cuando me saque todo esto del medio, voy a dedicarle tiempo.

Quizás sea la falta de sueño. Acostarme demasiado tarde cada noche, aunque jure que es la última, y seguir en el régimen militar de levantarme a las seis y media cada día. Y entrar en el acelere de no parar ni un minuto, correr atrás del reloj desde que abandono el calor de las sabanas hasta que apoyo nuevamente la cabeza en la almohada. Siempre apurada, siempre con una lista mental de cosas para hacer, de la cual me olvido la mitad.

Puede que sea, sino, el empacho. Las cenas navideñas, las galletitas, los postres y la celebraciones que no tienen fin. Que cuando tachás la que crees que es la última del calendario, suena el teléfono para invitarte a una fiestita, nada formal, para festejar Navidad. Y saber que te espera otra mesa rebosante de dulces y manjares. Ni hablar de los que tienen el mal gusto de cumplir años en esta época y festejarlo.

Quizás sea la falta de ejercicio, del dolor de espalda y el achanchamiento general de las ultimas semanas.

Seguro que son las compras. Las listas interminables de regalos, aunque prometiste que no ibas a regalar nada este año. Pero de pronto aparece tu secretaria con varios regalos para Hijo, para Marido y para vos y no te queda otra. Hay que corresponder. Entonces, en la media hora que tenias libre corrés a comprar más y más regalos que después necesitan ser envueltos, etiquetados y estar acompañados por una sentida tarjeta. Porque nada es tan simple.

El frío no ayuda. Ni la lluvia. Se alargan todos los procesos y salir de casa en familia requiere horas de preparación.

Seguramente también podemos culpar a la distancia. A empezar a imaginar el árbol en la casa de mamá y la criolla cena navideña. Escuchar en el fondo brindis y los abrazos mientras nos conformamos con un llamado a los gritos borrachos de la medianoche porteña, a destiempo.

Puedo seguir horas encontrando excusas para no escribir, porque estoy ocupada, cansada y agobiada. Porque he comido demasiado los últimos días en compañía de cuasi extraños. Porque extraño la tensión de la Navidad familiar. La adrenalina sobre alguna pelea en ciernes, empachada de comida y regada con abundante alcohol.

Porque soy especialista en explicar mis problemas, en vez de solucionarlos.
Más que buscar excusas, debería frenar el mundo, sentarme frente a la computadora y empezar a contar una historia. Si hubiera una. Si fuera tan fácil.

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12.04.2008

Invasión

Una soleada tarde de verano descubrís el montículo en un cantero. Pensás, inocente, que son sólo unas hormiguitas inofensivas que con un poco de veneno van a abandonar tu jardín. Dos días después descubrís el caminito plagado de hormigas que surca el pasto y la proliferación de pequeños centros autónomos de hormigas multiplicadas por tu displicencia. Respirás profundo. Todavía pensás que lo podes controlar. Esparcís cantidades industriales de mata hormigas y te olvidás.

Ellas retroceden, desaparecen. Vos reanudás tu vida, triunfal, luego de la batalla; ellas cuentan sus bajas, se reorganizan, aprenden, y atacan de nuevo. Esta vez invaden tu territorio. Entran en tu casa, en tu intimidad.


Una tarde te agachas a levantar un juguete y descubrís la fila india de trabajosas hormigas justo en el ángulo entre el zócalo y el piso. Las encontrás comiendo tus migas y bebiendo tu agua. Están gordas, achanchadas de semanas de comer gratis tu comida. Se sienten dueñas de tu casa, eligen las migas que quieren comer y abandonan otras que no les apetecen. Ellas están dándose la gran vida subsidiadas por tu apatía. Por primera y última vez, pensás, menospreciaste a tu enemigo. Esto es la guerra.

Lanzado, comenzás la carrera armamentista con una visita a la ferretería. Consumís horas de estudio frente a la computadora y comenzás a espiar jardines ajenos para tratar de entender sus tácticas. Aprendés, reorganizás y contraatacás. Con tu presupuesto de defensa severamente diezmado, te disponés a rodear la casa del veneno más potente que encontraste. Si hubiera sido legal hubieras esparcido Napalm por el jardín. Ahora las atacás con su propia estrategia: inundás su hormiguero, sus vidas, su intimidad. La victoria es inmediata y los pequeños insectos desaparecen. Con una manguera a presión terminás de destruir los monoblocks de sus ciudades y a puro chorro esparcís los restos bien lejos, como un aviso para quien se atreva a repetir la ofensa. Tu pulgar queda rojo de tanto apretar la manguera.

Esta vez aprendiste. Ahora sos más cauto. Por meses observas con atención zócalos, rincones y canteros. Pasan varias estaciones sin rastros de tu enemigo para que te declares victorioso. Insensato.

Una mañana levantás el cepillo de dientes y la descubrís. Ella ni siquiera intenta huir. Se inmola en beneficio de sus camaradas. Llamás a la oficina y cancelás las reuniones. Esta va a ser la madre de las batallas y vas a estar todo el tiempo que sea necesario para ganarla, no importa el precio. Todavía en pijamas, te sentás en el piso de la cocina con el Raid en aerosol en mano. Tu pulgar presiona apenas el pico, listo para disparar una lluvia de veneno. No hacés ningún ruido, no te movés, casi ni respirás. La hormiga muerta yace a tu derecha.

Vos no pestañeas. En algún momento ellas van a sentir que están solas y saldrán de la clandestinidad. Ellas van a bajar la guardia, convencidas que tienen la casa a su disposición. Las invasoras van a salir de sus guaridas para robar tus migas y hurgar por tus cajones. Lo sabés.

La primera sale tímida. Es marrón, parece más obrera que soldado. Quizás la mandó la Reina a buscar a su camarada. “Vení a buscarla”, pensás, “animate”. Casi sin darte cuenta, en el tiempo que te lleva hilar ese pensamiento, salen dos, cinco, diez, quince más. Están flacas, desesperadas, se mueven de un lado al otro como tratando de encontrar un rumbo. Vivir encerradas no les sienta bien. Tienen hambre, tienen sed y están dispuestas a comer lo que sea. Se van a atropellar hasta alcanzar una migaja del pan de carne incomible que quemó tu esposa anoche. Estás a punto de apretar el gatillo, dudás, reflexionás. Sabés bien que el Raid no las liquida; las asusta un poco, las obliga a esconderse, pero no vas a terminar con el flagelo a fuerza de veneno en aerosol. A esta altura del conflicto vos necesitas un ministro de defensa. Reunión de gabinete.

El fumigador llegó temprano la mañana siguiente. Luego de una rápida recorrida al interior y exterior de tu vivienda, delineó su estrategia de ataque: Inundar la casa de veneno especial para ese tipo de hormigas e incrustar unas carnadas envenenadas en el pasto alrededor de la casa, cercarlas hasta forzarlas al exilio. Por fin alguien que te entiende. Sentís la empatía del fumigador, que ha hecho propia tu lucha y puede recitar las distintas especies y costumbres del enemigo sólo por oler el cuerpito aplastado. Vas a aplicar artillería pesada y tenés una garantía por si se animan a reaparecer. Perfecto.

Dejás pasar el tiempo y mirás de reojo como las hormigas van en dulce montón a comer los falsos banquetes del jardín. Sabés que ceden a sus instintos y a su hambre. Ante tu aparente pasividad ellas abandonan la guerra y se dejan entumecer por los aromas deliciosos. Es cuestión de días hasta constatar que se extinguen. Desaparecen de tu casa como alguna vez los dinosaurios.

Sos feliz y el problema queda atrás como un mal recuerdo. Ya casi te olvidas y comenzás a recelar del suculento cheque que le pagaste al fumigador.

Esta mañana, luego de meses con la guardia baja, mientras te preparás el café, descubrís a las irreductibles, mimetizadas con el mármol de la cocina. Marchan en disciplinada fila. Seguís el camino por la pared y por el zócalo hasta el agujerito entre la puerta y el marco. Las mirás incrédulo por unos segundos, mientras marcás el número del fumigador. Lo esperás mirando esa fila infame de hormigas insurrectas que optaron por la resistencia. Las admirás un poco pero las odiás todavía más.

El siguiente paso es inundar los zócalos con otro veneno. Este no las mata en el acto, sino que se lo llevan a cuestas al hormiguero y se lo pasan a otras hormigas, se llenan de él para morir todas en masa. Aceptás sin ni siquiera escuchar toda la explicación. Esta guerra se tiene que ganar. Como sea.

Volvés a llamar a la oficina y ni siquiera mentís. Te quedás en casa para presenciar la aniquilación. Esta vez querés supervisar todos los detalles y ensuciarte las manos si es necesario. Tenés tus dudas, necesitas corroborar que el fumigador no se haya pasado de bando, que no se haya convertido en un traidor.

Las hormiguitas de la resistencia salen a trabajar y vuelven por el caminito del zócalo a refugiarse en la clandestinidad sumidas en la ignorancia. No saben que, luego de despedirse y rendirse al merecido descanso, no volverán a despertar. Ni ellas, ni sus hijitos, ni sus abuelitos, ni los vecinos. Ni las que trabajan, ni las que aprenden, ni las que curan, ni las millonarias, ni las que cocinan, ni las que cortan callecitas ni las que tienen planes sociales. Te imaginas la Ciudad Hormiga debajo de tus cimientos, diezmada por las primeras batallas. Las hormigas de la resistencia, viven en sótanos, agazapadas en su ciudad desolada. Escondidas, alertas. En unas horas, sin entender, se empezarán a morir. Te haces un té y te sentás a esperar.

Las pocas hormiguitas sobrevivientes organizan un comité de emergencia para minimizar la crisis. Al principio, desprevenidas, habrán intentado acomodar los cadáveres hasta que se dan cuenta que todavía contagian el veneno. Sin poder controlar la peste, las pocas hormiguitas que quedan abandonarán su ciudad muerta. Dejaran la ciudad de sus padres, de sus hijos, de sus hermanos sin el derecho a un ultimo adiós, un último beso, una caricia o una bofetada. Dejarán atrás sus pocas pertenencias y los cadáveres de sus hormiguitas queridas. Abandonarán tu casa.

Con la mirada vacía, salís al Jardín. Falta algo. Falta un enemigo. Dudás. En honor a las pocas hormiguitas insurrectas hacés un monumento con palitos cerca del hormiguero más grande, el primero en caer. Pensás para tus adentros en su valentía y determinación. Te detenés por un minuto a contemplar el hueco entre la puerta y el marco. Te agachás y mojas tu dedo en el té. Pintás una crucecita en la pared. Dejás una flor en el piso todavía húmedo de veneno.
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