Cada tanto, se rompe la rutina. Ese día, a la hora indicada, casi se puede escuchar el quiebre, violento y feliz. Es una ruptura planificada, pero desestabiliza igual.
El bayonetazo se escucha claro. Rebota en los vidriados pasillos, entre valijas, bolsos de mano, camperas, ojeras y cansancio. Hay abrazos. Muchos abrazos. Hay también besos. Y más abrazos.
Cada tanto llega un Abuelo, una Abuela o un Tío con dulce de leche, alfajores, libros, cds y 9.000 km a cuestas. Cada tanto llega un pedacito de nosotros, de nuestra historia, a desarmarnos la rutina. Nos reinventa horarios, comidas y hábitos.
Son días iguales a los anteriores, pero un poco distintos. Descubrimos esta pequeña ciudad a los nuevos ojos. Circulamos por las mismas calles y autopistas que andamos todos los días. Aprovechamos esos escasos momentos para compartir con ellos nuestra vida, nuestro barrio, el Jardín de Hijo, el hospital donde nació, el supermercado y miles de lugares que son parte de nuestra vida cotidiana. Una vida tan distinta a la que teníamos en Buenos Aires.
Los llevamos a comer a los lugares que podrían ser típicos, a los que vamos mas seguido y a los que más nos gustan. Y, lo que todo visitante quiere, los llevamos de compras. Los traemos de vuelta a casa cargados de bolsas, cansados y felices. A jugar con Hijo, a bañarlo y leerle cuentos. A participar en nuestros pequeños rituales diarios. Para que, cuando nos vuelvan a separar esos 9.000 km, no nos sintamos tan lejos. Para que la casa, el barrio y las calles tengan dimensiones y colores reales.
Cada tanto, se rompe la rutina. Por unos pocos días, la casa se achica y jugamos a agregarle horas al reloj para poder aprovecharlos, exprimirlos, hartarnos. Esa rutina quebrada se repara con esa presencia, esas manos y esas voces que se acomodan en nuevos hábitos compartidos. Cada tanto confirmamos que las distancias existen, a pesar de la tecnología y del teléfono. Cuando es la voz de una abuela la que lee el cuento a la noche, o la mano de un Padrino la que acerca la pelota, comprendemos que si, las distancias existen.
Pero casi sin quererlo llega el momento en que empiezan a juntar sus petates, a recolectar pertenencias de la cocina, del baño, del living. Poco a poco, despojan a la casa de su presencia, aún antes de irse. Este silencioso acopio culmina con dos enormes valijas estacionadas en la mitad del living.
Entonces, esa débil rutina recién adquirida da sus ultimas bocanadas. Cargamos a la familia en el auto. Marido nos deja mientras va a estacionar. Tampoco esta vez queremos llegar tarde.
Aguardamos mientras hacen sus trámites en el mostrador de la aerolínea. Nos sentamos, silenciosos, a esperar la hora de embarcar. Hijo mira embelesado los aviones. Ya no hay mucho tema de conversación, solo una opresión que se empieza a hacer sentir en la garganta.
Hay un abrazo fuerte, con algunas lágrimas. Hay besos que se vuelan mientras pasan por seguridad, mientras se sacan los zapatos y se los vuelven a poner.
Hay un silencio implacable cuando caminamos hasta el auto y volvemos, solos, a casa.
Quedan pilas de sábanas y toallas para lavar y, quizás, alguna remera olvidada. Quedan las cortinas marcadas, el sillón arrugado, platos sucios y sillas desacomodadas. Quedan, en algún rincón, la voz de una Abuela, los mimos de un Tío y la mirada de un Abuelo.
Queda la casa llena de recuerdos y una rutina que se reinventa para poder sobrevivir. Hasta el próximo cada tanto.