9.25.2008

Perfume de Mujer

Hace meses que lo siento. Todas las tardes, cuando llegamos a casa, su cuello desprende el perfume de otra mujer. Cada vez que lo abrazo o le doy un beso, su aroma me golpea como una cachetada. El recordatorio que estuvo con ella está impreso en su ropa. Él permanece indiferente a estas marcas, acostumbrado a vivir entre dos mujeres. Yo no me acostumbro. Nunca.

Hay días en los que puedo manejar mejor la angustia. Me convenzo de todos los argumentos racionales. De que ella no me reemplaza, que puede disfrutar mucho mientras esta con ella, pero eso no cambia ni un poco lo que me adora. Siempre va a volver a mi. Porque sé que me adora. No me lo dice, pero lo veo en sus ojos, lo siento en sus abrazos. A veces, hasta consigo tranquilizarme y aceptar la realidad hasta que, cuando está fundido en mis brazos, me llega una oleada de su perfume y todos mis razonamientos defensivos se desmoronan y empieza el mar de culpa.


Cada día, mientras yo trabajo, mientras escribo estas líneas, él se divierte con ella. Esa mujer, por la que siento envidia, gratitud y angustia, todo junto, es la que lo abraza ahora.
En este momento me gustaría ser la única que, al menos hoy, cuelga de su piel mi aroma. Por un rato, mientras ese perfume me inunda los poros, pienso que podría transformarme en otra mujer: yo y ella al mismo tiempo. Hay ratos en los que me quiero convencer que no existe, que no hay otra mas que yo: esos son los días que no puedo desprenderme de su fragancia, que se eleva desde su cuello como un tenaz recordatorio de su existencia. Después entro en razones y entiendo, o logro convencerme, que es por su propio bien que seamos dos, o más. Aplico el remedio de mi propia lógica de que es bueno para mí también, y él lo necesita.

Por mi salud mental, y la de tantas mujeres como yo, debería estar estipulado, debería haber una ley, decreto o derecho constitucional. Las maestras jardineras no pueden usar perfume.

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9.18.2008

La Señora sin Nombre

No es de día ni de noche. No hace frío ni calor. No siento mi cuerpo pero sé que existe, que llena parte de este espacio. Mis brazos caen sin peso y mi cabeza se mantiene erguida, alerta.

No sé donde estoy. Es un espacio luminoso, cubierto por un blanco aséptico. Las paredes y el piso resplandecen. Conviven en este ambiente la tensión crispada de un quirófano y el silencio impoluto de un museo solitario. Una luz difusa emblanquece aún más el ambiente. Es un blanco luminoso, neutro. No tengo urgencia por entender más. Este es un lugar placentero y confortable.
Un hombre, no recuerdo quién, se acerca. Camina junto a una señora mayor. Se detienen a unos metros de mí. El señor me presenta con un gesto silencioso. No hay sonidos, no se oyen ni siquiera nuestras respiraciones. Sólo se escucha, amplificado, el roce de las telas de sus ropas.

La señora no tiene nombre. Es una mujer anciana, alta y esbelta, muy pálida. Tiene puesta una túnica blanca y una estola también blanca con dos dibujos rojos en las puntas. Su pelo es entrecano y largo. No la miro a la cara. Mi atención esta atrapada por el contraste de los dibujos rojos sobre su estola.

Me invade de una paz habitual. No es esa paz luminosa, que paraliza. No es una paz new age ni relajante. No, esta una paz de todos los días. Esa serenidad que se siente con gente que te conoce bien y te quiere. La armonía de la sinceridad mas profunda.

La señora, que tiene una voz dulce pero certera, de repente se dirige a mí. Me dice: “Te vine a buscar.” Yo pienso en lo que me dijo y, al rato, le respondo con naturalidad, como si la conociera de siempre. Algo sorprendida, aunque segura, le digo: “¡Pero si todavía no es mi momento!”

Ella baja la cabeza. Reflexiona. “Es verdad”, me contesta. Me observa una vez mas antes de dar media vuelta. No camina, flota sobre el piso mientras se aleja. No le veo los pies debajo de la túnica. Esta vez no escucho ni el ruido de sus ropas ni el deslizarse de sus pasos.

Miro de nuevo a mi alrededor. Ya no es ese lugar impoluto. Estoy en una estación de tren, parada en un andén, sola. Se escuchan bocinazos y ruidos de la calle. No hay ni alma a la vista. Un tren, vacío, está detenido en las vías a mi izquierda.

Doy media vuelta y camino en dirección opuesta a la que se fue la señora sin nombre. Camino sin apuro. No me escapo. Me dirijo hacia afuera y siento la ciudad vibrar bajo mis pasos. No siento miedo ni alivio, sino la serenidad de saber que las cosas son como deben ser y seguirán siendo así.



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9.11.2008

Las Fechas

Cualquiera podría reprocharme, con razón, que al momento de dar el sí y embarcarme en este matrimonio, lo hacia a sabiendas de lo que significaba. Es verdad, nadie me engaño ni me hipnotizó con espejitos de colores. Mea Culpa. Siempre supe en lo que me metía. Lo que no sabia, o no quería reconocer, es que luego de ese fatídico sí quiero, mi vida pasaría a estar regida por tres semanas cada año. Tres semanas malditas, estresantes y dolorosas. Veintiún días, con cada una de sus horas, que congregan la suma total de angustia y alegría, todo de una vez.

Son tres semanas que aglutinan Día del Padre, Aniversario y Cumpleaños de Marido. Las Fechas, las llamo yo. Cualquiera podría decirme, sí, pero ¿quién, a la hora de fijar la fecha de casamiento, calcula cómo le cae en el calendario? ¿A quién se le ocurre que una decisión de ese tipo va a tener un impacto tan grande en su vida? Ese fue mi error: Subestimar el poder corrosivo de Las Fechas. En aquel momento recuerdo que hasta me pareció pintoresco volver de la luna de miel justo el día del cumpleaños de Marido. Nunca pensé que Las Fechas se transformarían, tan rápido, en mi espada de Damocles. Una maldición para toda la vida.


Antes de tener a Hijo el problema no era tan grave, dos regalos en tres semanas era manejable. Un desafío interesante, sí, pero gobernable. Ahora, con el Día del Padre en el medio, todo se fue de control. Creo que no me da el cerebro. Puedo tener una idea para un regalo, quizás hasta puedo ser creativa con dos; pero tres al hilo, casi sin respirar, es mucho pedir. Nadie puede manejar toda esa adrenalina, menos con Marido que me respira en la nuca y registra cada gasto.

Durante el resto del año, Las Fechas siempre están latentes. Me acechan, adormecidas, desde su ubicación en el calendario. Escucho cada conversación y cada comentario con especial atención. Es agotador. Quien sea que inventó los festejos de Aniversarios, Cumpleaños y Día de Padre, los pensó como acontecimientos felices. No generadores de un estrés letal. Pero nadie, nadie que yo conozca, vive algo siquiera similar a lo que vivo yo con Las Fechas. Su cercana separación es mortal. Si se congregaran en, digamos, una semana, entonces se puede dar un solo obsequio un poquito más importante que cubra todos los acontecimientos, pero tres semanas es tiempo suficiente como para tener que regalar algo distinto en cada ocasión.

Después de unos cuanto años juntos, ya regalé ropa, zapatillas, relojes, electrónica, libros, lo que se les ocurra. Marido lo tiene todo. Y si no lo tiene, seguro se lo compra unos días antes, de jodido que es nomás. Como si esto fuera poco, él también se prepara y, apenas aparecen Las Fechas en el horizonte del calendario, empieza con sus aleccionamientos: que no gaste mucho, que tenemos que cuidar el presupuesto, que no me vaya de mambo y no sé cuantas cosas más que ya ni siquiera escucho. Porque bastante difícil es el tema por sí solo como para además limitar las opciones.

Así llegamos a este año. Con una idea genial (aunque costosa) para el Cumpleaños y otra bastante digna para el Día del Padre. Solo faltaba el aniversario. El único festejo donde intercambiamos regalos. Ni intenté la estrategia de hablar del tema. No pregunté que prefiere, porque no quería volver a escuchar toda la perorata del presupuesto. Ya aprendí mi lección.

Mi estrategia ahora es más elaborada. Me concentro en tirar “ideas”de regalos aceptables, cosas que me gustaría tener o que pueden disparar un comentario revelador. Evalúo, así, la aceptación que tienen. La clave está en esas “ideas”: pienso cosas que podrían ser unisex o tirar puntas para otros regalos, si es que Marido embala. Un ejemplo seria: “Me encantaría aprender a tocar la guitarra”. En general son comentarios al divino botón, porque las cosas que a mí me interesan, a él le parecen una pelotudez. Y lo que a él le interesa... ¿Cuál es el limite para ESPN, TyC y demás canales de tiros o deportes?

Este año ensayé toda clase de “ideas” sin éxito. Una semana antes de Las Fechas exploré, con Hijo a cuestas, tiendas departamentales, shopping, outlets, y supermercados. Me embarque en las búsquedas más dispares e insólitas en catalogos de Internet: escaneé ofertas, novedades, ideas. Leí con atención todos los e-mails de publicidad me llegaban.

Unos días antes, en una de esas caminatas exploratorias por pasillos llenos de mercadería encontré lo que buscaba. Recordé cada publicidad de ESPN, cada una de las veces que, al recorrer estos mismos pasillos, le prohibí gastar plata en ella. Pero ahora era el momento indicado. Lo iba a sorprender. Una cosa era segura: no se la esperaba. La envolví con cuidado, puse el paquete dentro de una preciosa bolsa de colores y la escondí hasta La Fecha.

Es por muchos conocido que no soy buena para esperar y los días previos a cualquier fecha de este tipo están cargados de tensión. Uno intenta por todos los medios adivinar que compró el otro y mandarse un poco la parte por el regalo que tenemos escondido, pero sin dar demasiadas pistas que lo lleven a resolver el misterio. Hay que generar expectativa, preparar la sorpresa pero con cuidado de no deschavarse. Es un constante decir sin decir.

Esa mañana, cuando nos despertamos en un nuevo aniversario como Marido y Mujer, me acerqué a la cama con el desayuno y la bolsa del regalo. Con una sonrisa, intercambié mi bolsa por un paquetito chiquito que cabía en la palma de la mano. La primera batalla estaba ganada, por volumen y presentación. Contuve mi ansiedad para poder ver su cara cuando abría mi regalo. Él sacó el paquete. Rompió el papel. Sus dedos se movieron ansiosos hasta descubrir, debajo, la caja con la foto enorme de la George Foreman Grill. Sus manos cedieron un poco. Terminó de romper el papel. “Elimina la grasa de sus hamburguesas”decía la caja, en letras grandes. “Derrite el queso y cocina vegetales”, anunciaba en otro lado. La última vez que Marido pisó la cocina fue hace dos años, por equivocación. Levantó una ceja. Miró dentro de la bolsa y, con sorpresa, descubrió que había nada más. Sus uñas rasparon un poco el fondo, negándose a dar por terminada la pelea.

Todavía tenía en mi mano el paquete chiquito. Tímida, rasgué el envoltorio para descubrir una caja de terciopelo. No me animaba a seguir. Temblé. Presentí que ahí adentro, unos aros brillantes confirmarían que una vez más excedió el presupuesto y que esto me lo va a recordar por años.



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9.04.2008

Cada tanto


Al Padrino

Cada tanto, se rompe la rutina. Ese día, a la hora indicada, casi se puede escuchar el quiebre, violento y feliz. Es una ruptura planificada, pero desestabiliza igual.

La grieta empieza a abrirse unos días antes, cuando limpiamos la casa a fondo. Pasamos el trapo por cada uno de los rincones, repasamos estantes y bibliotecas, lavamos ventanas, zócalos, cortinas, acolchados y fundas. Regamos con generosa lavandina piletas, bañadera e inodoros. Estiramos los almohadones del sillón y acomodamos las sillas del comedor con precisión milimétrica. Después, contemplamos con orgullo nuestra casa. La misma que hasta algunas horas tenía marcas en las cortinas y cuadros torcidos. La misma que se prepara, como nosotros, para la revolución.

La rajadura se amplía aún más esa mañana. Nos subimos al auto ansiosos y alertas. Una vez en el destino, me bajo con Hijo mientras Marido estaciona, no vaya a ser que lleguemos tarde. A esa altura, la rutina está herida de muerte, a la espera del golpe final que la destruya.

El bayonetazo se escucha claro. Rebota en los vidriados pasillos, entre valijas, bolsos de mano, camperas, ojeras y cansancio. Hay abrazos. Muchos abrazos. Hay también besos. Y más abrazos.
Cada tanto llega un Abuelo, una Abuela o un Tío con dulce de leche, alfajores, libros, cds y 9.000 km a cuestas. Cada tanto llega un pedacito de nosotros, de nuestra historia, a desarmarnos la rutina. Nos reinventa horarios, comidas y hábitos.

Son días iguales a los anteriores, pero un poco distintos. Descubrimos esta pequeña ciudad a los nuevos ojos. Circulamos por las mismas calles y autopistas que andamos todos los días. Aprovechamos esos escasos momentos para compartir con ellos nuestra vida, nuestro barrio, el Jardín de Hijo, el hospital donde nació, el supermercado y miles de lugares que son parte de nuestra vida cotidiana. Una vida tan distinta a la que teníamos en Buenos Aires.

Los llevamos a comer a los lugares que podrían ser típicos, a los que vamos mas seguido y a los que más nos gustan. Y, lo que todo visitante quiere, los llevamos de compras. Los traemos de vuelta a casa cargados de bolsas, cansados y felices. A jugar con Hijo, a bañarlo y leerle cuentos. A participar en nuestros pequeños rituales diarios. Para que, cuando nos vuelvan a separar esos 9.000 km, no nos sintamos tan lejos. Para que la casa, el barrio y las calles tengan dimensiones y colores reales.

Cada tanto, se rompe la rutina. Por unos pocos días, la casa se achica y jugamos a agregarle horas al reloj para poder aprovecharlos, exprimirlos, hartarnos. Esa rutina quebrada se repara con esa presencia, esas manos y esas voces que se acomodan en nuevos hábitos compartidos. Cada tanto confirmamos que las distancias existen, a pesar de la tecnología y del teléfono. Cuando es la voz de una abuela la que lee el cuento a la noche, o la mano de un Padrino la que acerca la pelota, comprendemos que si, las distancias existen.

Pero casi sin quererlo llega el momento en que empiezan a juntar sus petates, a recolectar pertenencias de la cocina, del baño, del living. Poco a poco, despojan a la casa de su presencia, aún antes de irse. Este silencioso acopio culmina con dos enormes valijas estacionadas en la mitad del living.

Entonces, esa débil rutina recién adquirida da sus ultimas bocanadas. Cargamos a la familia en el auto. Marido nos deja mientras va a estacionar. Tampoco esta vez queremos llegar tarde.
Aguardamos mientras hacen sus trámites en el mostrador de la aerolínea. Nos sentamos, silenciosos, a esperar la hora de embarcar. Hijo mira embelesado los aviones. Ya no hay mucho tema de conversación, solo una opresión que se empieza a hacer sentir en la garganta.
Hay un abrazo fuerte, con algunas lágrimas. Hay besos que se vuelan mientras pasan por seguridad, mientras se sacan los zapatos y se los vuelven a poner.

Hay un silencio implacable cuando caminamos hasta el auto y volvemos, solos, a casa.
Quedan pilas de sábanas y toallas para lavar y, quizás, alguna remera olvidada. Quedan las cortinas marcadas, el sillón arrugado, platos sucios y sillas desacomodadas. Quedan, en algún rincón, la voz de una Abuela, los mimos de un Tío y la mirada de un Abuelo.

Queda la casa llena de recuerdos y una rutina que se reinventa para poder sobrevivir. Hasta el próximo cada tanto.

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