11.28.2008

28 de Noviembre

Hace 35 años y nueve meses, en una ciudad un poco perdida, mi madre decidió por si sola condenarse al reposo absoluto porque, a pesar de la negativa del medico, ella sentía el puñado de células multiplicarse rápidamente en su panza. Gracias la terquedad de mi madre, yo existí. Supongo que en algún momento dudó de su cordura, pero ganó su testarudez. Y la panza empezó a crecer.


Una tarde como esta, miles de kilómetros al sur, hace 35 años, mi mamá se adelantó una vez mas a las predicciones médicas y, aún cuando las enfermeras le juraron que no era el momento, ella las convenció a fuerza de hacer sonar la alarma del hospital. Una tarde como esta, mi papá cortó el cordón que nos unía, y me sostuvo mientras tomé mi primer soplo de aire. Una tarde así, veraniega, caliente, mi boca se desplegó en un llanto. El primero.

Hoy el noticiero anuncia nevadas en otro idioma. Hoy me despertaron las patadas de Hijo compartiendo nuestra cama y su zambullida sobre mi panza. Hoy parece un día igual a cualquier otro. Hoy cumplí años.

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11.20.2008

El Gato de Laura (Parte Tres)

No pude dejar de pensar en el Roña. Sabía que andaría por ahí. Roña era el perro callejero del barrio. No sé si tenía nombre, o como lo llamaban los vecinos, pero desde el día que nos mudamos a esta casa, para mí fue el Roña. Es un pichicho cariñoso e independiente que siempre viene a saludar cuando llego de la oficina. Yo respondo a esas muestras de cariño desinteresadas con algo para comer y un plato con agua. Hay algo especial entre el Roña y yo. Varias veces le sugerí a Laura que lo adoptáramos pero la impronta callejera del perro lo impedía. Eso y Alexis, que era por ese entonces el dueño de casa.

Evalué el desastre alrededor del sepulcro del gato. La tierra estaba movida y, lo peor, la estatua y el gato habían desaparecido. Cuando consideraba mis opciones me distrajo el sonido de pasos a mis espaldas. Giré despacio, y me encontré cara a cara con el jardinero.

- “¿Qué tal, Antonio?”, lo saludé sin saber, aún, que mi salvación estaba en sus manos.
- “Mire, Señor David, yo quería pedirle disculpas por lo de las macetas. La Señora Laura me contó del incidente y le quiero aclarar que no fue a propósito.”, empezó a decir el jardinero.
- “No te preocupes. La Señora Laura está un poco deprimida pero ya se le va a pasar”, intenté tranquilizarlo.
- “En este otro tema, lo de la tumba, en eso no tuve nada que ver, Señor, pero quédese tranquilo que ya me encargué de ese perro y no va a joder más.”

Me quedé mudo. Sin habla. Atontado. ¿Qué tenia que ver el Roña con todo esto?

Antonio prefirió callar y me condujo hasta el fondo de la casa. Al cantero de los geranios. Corrió un poco las hojas y expuso el pozo que el Roña estaba cavando esta mañana. Miré fijo. Muy al fondo se veía una maraña de pelos erizados. Enfoqué bien los ojos para confirmar el macabro hallazgo. Se me secó la boca. Hacía frío, pero empecé a sudar. Las imágenes, los pensamientos, las excusas se agolpaban en mi cabeza sin orden ni sentido. Si bien había zafado como por arte de magia de asesinar al gato, de olvidarme de comprar el ataúd y de limpiar el garaje, esta vez no veía escapatoria. No había manera de anticipar las conclusiones que sacaría mi mujer de semejante espectáculo. Tuve que hacer un esfuerzo para hilar la siguiente frase.

- “¿Qué pasó con el perro, Antonio?”, me costó preguntar
- “Mire, Señor, al malandra ese lo saqué a las patadas y arreglé el agujero en el alambrado, así que no va a volver.”


Me despedí del jardinero y di la vuelta a la casa. El Roña no estaba por ningún lado. Le dejé su plato y su recipiente con agua en el frente, y entré.

Laura había salido temprano. Ni por la culpa ni por el luto se perdería la clase de pilates. Agarré una pinza de la caja de herramientas y me encaminé hacia el alambrado. El Roña me esperaba del otro lado, sin entender porqué. Esos ojitos tristes pedían disculpas, amor y algo para comer. Rompí las ataduras de Antonio y, en mi apuro, el alambre suelto rasgó la herida que me había hecho Alexis el día anterior, ya muerto, en mi garaje. “Gato mi mieeerrrrrdaaaaa”, grité con toda la fuerza de mis pulmones, en un profundo y necesario desahogo. El Roña entró feliz a revolcarse en su jardín.

Rastreé un poco el fondo y encontré entre las plantas la estatua rota del gatito durmiendo. El barro todavía estaba húmedo por efecto de los regadores y fue fácil limpiarla. Sólo le faltaba la cabeza, que apareció a unos metros. Por suerte encontré pegamento en el garaje.

Luego me dediqué a tapar la tumba vacía de Alexis, para devolverla a su estado original. En medio de la tarea me di cuenta que el gato ya no necesitaría la costosa caja de madera. Dudé unos segundos, pero el recuerdo de la absurda suma que se había acreditado en mi tarjeta me obligó a sacar la caja del pozo antes de taparlo. Si la limpiaba un poco, la podría devolver al anticuario sin problemas, pensé. La metí en una bolsa, en una caja, en otra bolsa y dentro del baúl del auto. Bajo ningún concepto podía permitir que Laura la encontrase.

Ahora el gatito durmiente yacía tranquilo sobre la tumba falsa. Todo parecía normal en mi jardín, excepto por los trozos despedazados de Alexis detrás de los geranios. Con la pala todavía en la mano, me dispuse a solucionar ese problema. En eso estaba, dándole una apariencia normal, cuando algo relució entre la tierra. Era la medallita del collar de Alexis, doblada y atravesada por los dientes del Roña. La levanté y la sostuve, embarrada y agujereada entre mis dedos. Antes de caer en un ataque de sentimentalismo por el gato asesinado, la guardé en mi bolsillo.

Limpié y ordené todos los utensilios y me fui a bañar. Cuando salí, renovado, de la ducha, encontré a Laura tirada en la cama, llorando a moco suelto. Me costó encontrar fuerzas para hacerme cargo del nuevo ataque de histeria de mi mujer. Miré el reloj. “Debería estar en la oficina”, pensé. Le ofrecí unos Valium, para poder irme tranquilo. Ella se negó, sin hablar. La única respuesta que me dió fue sostener en alto el collar destruido del gato. Ya está, pensé. Se terminó la buena racha. Mi cabeza empezó a inventar excusas mientras Laura intentaba tranquilizarse para poder hablar. No había caso, ella disparó primero.

- “¿De dónde sacaste esto?”, preguntó.
- “Mi amor, antes que nada quiero que sepas que yo....”
- “¿De dónde sacaste eso?”, me interrumpió para volver a preguntar. Decidí hacer lo que cualquier hombre decente: culpar al jardinero. Para algo le pago.
- “Antonio lo encontró en el cantero con los geranios”.
- “¿Sabés hace cuanto que lo busco? “

Al parecer, ese era el collar viejo de Alexis, que había desaparecido hace semanas. Laura había comprado uno nuevo, pero nunca llego a ponérselo porque el gato decidió dormir en el secarropas. Increíble, pensé.

- “Laura, mi amor, esto es una señal”, sugerí tratando de aprovechar el momento. Ella me miró sorprendida. Casi se podían escuchar el esfuerzo de su cabecita para forzar el entendimiento.
- “¿Sabés quién encontró este collar? El perro callejero ese que anda siempre por nuestro jardín.” Noté que Laura empezaba a desconfiar, pero no me detuve. La velocidad era esencial.
- “En serio, preguntale a Antonio. El perro apareció con el collar esta mañana. Creo que es una señal de Alexis. Sabe que lo vas a extrañar y no quiere dejarte sola”, insistí.
- “Pero ese perro es un asqueroso, esta todo roñoso. Alexis jamás haría una cosa así”, argumentó ella, con cierto grado de razón.
- “Es verdad. Alexis era un gato muy refinado, pero ese perro es el único animal que conocía. Creo que no tuvo opción”, agoté mis recursos.

Ella meditó en silencio un rato, contrariada ante la evidencia. Su adorado gato le pedía ahora que adoptase a ese perro desagradable. Ella no podía resistirse a los deseos post mortem de su mascota. Luego de mucho pensar, en silencio y todavía desconfiada, Laura accedió.

- “Creo que tenés razón. Es el deseo de Alexis. Ahora le tenemos que poner un nombre”, dijo
- “Creo que ya se lo pusiste, mi amor. ¿No dijiste que era un perro roñoso?
- “Si….”, contestó dubitativa
- “¿Que tal Roña?”. Ya estaba fanfarroneando un poco. Laura me miró y, por primera vez en dos días, sonrió.

Esa noche el Roña durmió adentro. Laura no parecía demasiado convencida y se notaba que hacía un esfuerzo por quererlo. “Ya llegará”, pensé.

A la mañana siguiente me levanté excitado por tener al Roña en casa. La vida me sonreía. Llamé a la oficina para cancelar todas mis reuniones: llevaría al perro al veterinario. Me apuré al bañarme, vestirme y desayunar. Antes de subirme al auto, lo llamé. El Roña no respondió. Insistí. Recorrí los cuartos gritando su nombre y silbando. Nada. Revisé placares y rincones. Ni señales del cachorro. Chequeé las ventanas, a ver si se habría escapado. Lo llamé de nuevo, silbe, aplaudí. Hice sonar su plato de aluminio. Nada. El perro no estaba por ningún lado. Agachado, buscando debajo de la cama se me ocurrió. La adrenalina me hizo subir la presión. Me temblaron las piernas. Corrí al lavadero. El Roña dormía tranquilo al calor de su manta vieja. Dentro del secarropas, por supuesto.

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11.13.2008

El Gato de Laura (Parte Dos)

“Lo peor es la culpa, ¿no?”, dijo Laura después de llorar un rato largo en mis brazos. Me quedé helado. ¿Habría menospreciado su inteligencia? Por las dudas, intenté tranquilizarla.

“Shh... necesitás descansar, ahora no pienses más. Dejalo ir”, sugerí.

“No voy a poder descansar, no puedo soportar la culpa”, dijo entre sollozos.

No quise dar crédito a mis oídos. Mientras hablaba, Laura hipaba como un bebé; tenia todo el maquillaje corrido, los ojos enrojecidos y vidriosos y la nariz tapada de mocos. Con la voz gangosa por la angustia, podría haber dicho casi cualquier cosa. Expectante, le acaricié un poco más la cabeza. De a poco se fue aflojando hasta recostarse extenuada en un sillón del living, donde se abandonó a respirar fuerte y sollozar.

Cuando la situación parecía controlada se levantó de un salto, corrió hacia el garaje y, en uno de esos despliegues actorales a los que ya estoy acostumbrado, levantó al gato y gritó, claro y fuerte:

“¡Alexis, perdoname, por favor perdoname por lo que te hice!, ¡Aleeeeexiiiiiiiis!”

Laura besaba extasiada el cuerpo muerto de su mascota y lloraba a los gritos; yo ni me preocupé por ocultar mi sorpresa. Creo que hasta sonreí. Luego de exigir respuestas y suplicar perdones por un rato Laura decidió dar por terminada la escenita y volvió a buscar refugio en mis brazos. Traté de mantener la voz calma mientras evaluaba la situación.

“¿Porqué te culpás, mi amor? ¿No ves que fue un accidente?”, me animé a preguntar.

Entre sollozos Laura me explicó que la tarde anterior, al volver de su clase de pilates, se había encontrado con Antonio, el jardinero, quien recién terminaba de transplantar los geranios al cantero del frente. Antonio necesitaba un lugar para guardar las macetas vacías y Laura lo invitó a ponerlas donde pudiese dentro del garaje. El jardinero incluso preguntó si podía reacomodar un poco y ella, que estaba apurada para irse a tomar el té con las chicas dijo que sí sin pensar. Suerte de campeón que le dicen; esa mañana, cuando pergeñe mi plan, ni había visto las macetas en el estante de arriba. Mi propia genialidad me impresionó y, una vez más, tuve que hacer un esfuerzo para no sonreír.

La próxima jugada casi se definió sola. Con el pretexto de que no se torturase más por un simple accidente doméstico, le encajé unos Valium y ofrecí hacerme cargo de los arreglos del sepelio. Ella accedió justo antes de desvanecerse bajo los efectos de la droga. Tuve que tumbarla en la cama para que siga roncando su culpa en el dormitorio. Calculé que dormiría toda la tarde y me fui a la oficina. Todavía tenía que ponerme al día con los sucesos de la mañana y preparar una presentación importante para un potencial cliente. Me interné en un mar de planillas de cálculo, propuestas, e-mails, precios y estrategias. Por fin me olvidé de Laura, del gato y hasta de ir al baño.

Pasadas las 7.30 salí de la oficina y ví en la pantalla del celular seis llamadas perdidas, todas de Laura. ¿Qué hacía despierta, la muy hinchapelotas? Podía jurar que tenía Valium como para dormir una semana. Junte coraje y llamé.

“¿Dónde estás?”, fue lo único que dijo al atender. Tengo que reconocer que me agarro desprevenido y respondí como un amateur.

“Eh... pasé un minuto por la oficina”, dije, porque no se me ocurrió nada mejor. Los escasos puntos que había sumado durante la mañana en mi papel de marido comprensivo se desvanecieron y lo que siguió fue una larga lista de reproches, desde que la había abandonado en ese, el día más triste de su vida, hasta los recuerdos de mi inolvidable borrachera y posterior papelón en las bodas de plata de mis suegros. Todo un rosario de culpas fue desplegado gracias a su memoria detallista. Había vuelto mi Laura. La llovizna mojaba el pavimento y el efecto difuso de la humedad y las luces de los otros autos hacían de cortina al ruido blanco de sus acusaciones. La tarde había cobrado una aparente cotidianeidad hasta que, antes de dar la vuelta en el último semáforo, ella frenó en seco la perorata y preguntó:

“¿De que color es el ataúd?”. Tardé unos segundos en disociar sus palabras y darles sentido, tiempo en el que pude improvisar una respuesta. Esta vez no costó mucho convencerla que ella tenía una conexión especial con Alexis y era quien debía elegir el sarcófago en el cual el minino emprendería su viaje hacia el más allá. Después de haberlo matado, esa última ofrenda de amor era lo mínimo que podía hacer.

No me dejó ni estacionar. Ella estaba ansiosa en la puerta, de riguroso luto y lista para comenzar un raid de ferreterías, almacenes, casas de objetos de madera, puestos de flores y poli rubros. Cerca de las nueve y media, sin cenar y en el momento en que se desataba una tormenta majestuosa, Laura se decidió por una hermosa caja de madera tallada con incrustaciones de nácar en forma de florcitas. Como Alexis adoraba jugar en las macetas, no hubo dudas, era para él. El chiste me costó un ojo de la cara pero, un poco por la culpa propia del asesino y otro poco porque tenía hambre, saqué la tarjeta de crédito y firmé sin mirar. Ya encontraría la manera de cobrárselo.

Según las indicaciones de mi mujer, el cajoncito sería enterrado en una tumba coronada con una estatua de un gatito durmiendo que encontré en el Wal-Mart. Le prometí que le haríamos grabar Alexis en el lomo.

De vuelta en casa nos encaminamos al jardín en donde Laura caminó en trance bajo la lluvia por unos veinte minutos hasta dar con el lugar exacto en donde enterraríamos al animal. Luego subió al auto y me dejó cavando la tumba en el jardín, bajo el aguacero, iluminado por los faros, creo haber visto esa imagen en El Padrino. Después de todo, un hombre que cava un foso durante un aguacero iluminado sólo por las luces de un automóvil es una linda manera de destruir la reputación que tenemos en el barrio.

Ya pasada la media noche logré hacerla entrar a la casa. Había sido un día difícil, pensé mientras cerraba el portón y salivaba ante la promesa de una cerveza helada. Me despabiló de mis ensoñaciones etílicas el grito de mi mujer que miraba, enloquecida, la escena del crimen todavía intacta.

Fue algo automático. Quería terminar con el asunto del gato muerto. Me arrodillé en el piso y temblando de frío comencé a fregar. Mientras eliminaba los rastros del líquido de frenos, el miedo comenzó germinar. El viento y la lluvia golpeaban furiosos contra las ventanas del garaje. Sabía que era imposible, pero con cada escurrida del trapo me convencí que el espíritu del felino estaba atascado en la casa, enfocado en cagarme la vida. No pronuncié palabra. Sentía el fantasma vengativo del minino maullar a mis espaldas. Los truenos hacían retumbar los vidrios y los cimientos. Además de su alma en mi casa, tenía su estatua frente al dormitorio, estratégicamente ubicada para recordarme a diario del minino que me esperaba para ajustar cuentas. Esa noche fuimos dos los que tomamos Valium.

Estaba todo dolorido cuando sonó el despertador y me empujé fuera de la cama. Preparé un café negro, doble, y esperé sentado en la mesada el golpe de la cafeína en el estómago. Me serví otra taza para terminar de despabilarme y levanté la vista para evaluar el daño que la tormenta había dejado en mi jardín. No llegué a ver las ramas caídas, ni las hojas desparramadas por el pasto. Ni siquiera los charcos de barro que desdibujaban los límites del cantero grande, el de los geranios. Lo único que vi fue el lugar vacío y la tierra revuelta en donde anoche yo mismo había acomodado, con una oración, la estatua dulce del gatito dormido. Cerré con fuerza los ojos, apreté la mandíbula y los puños, pero cuando volví a abrirlos el sitio seguía vacío.

“Gato de mierda”, pensé, “Estas decidido a cagarme la vida, ¿no?”. Era una lucha desigual, hombre versus espíritu.

Junté valor y salí a evaluar más de cerca el terreno. La tierra estaba revuelta y la figura, desaparecida. No había rastro alguno en el barro. Traté de reacomodar la tierra con una pantufla y una corriente helada de adrenalina me corrió por la sangre. Dentro del pozo estaba la caja con las flores de nácar, abierta y vacía.

Continuará...


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11.06.2008

El Gato de Laura

Esa mañana David estaba apurado. Sin afeitarse puso el agua para el café, metió pan en la tostadora, caminó hacia el lavadero y tiró una camisa dentro del secarropa para que se planche. Mientras su desayuno y ropa se preparaban en automático, se duchó y afeitó. Por suerte Laura se había ido temprano al gimnasio y tenía el baño solo para él.

“Llego tranquilo a la reunión de las nueve”, estimó al tiempo que ató sus cordones. La corbata yacía encima de su maletín. David caminó hacia la puerta y solo pasó por el lavadero a recoger su camisa planchada y calentita. Estiró su mano hacia el interior del aparato y sacó su camisa, una toalla y un enjambre de pelos cortos y marrones. Le llevó unos segundos reconocer en ese bollo peludo el cuerpo calentito y achicharrado de Alexis, el gato de Laura.


Detuvo su apuro y comprendió que el gato recalentado y suave dentro del secarropas era la pieza faltante del rompecabezas. La puerta abierta del secarropa al tirar la camisa, la toalla que Laura había dejado dentro para que el minino durmiese cómodo en el cilindro de metal y los golpes que ignoró en cada giro del tambor, cuando el animal golpeaba contra las paredes en movimiento, fueron las alertas que esa mañana no escuchó.

David frunció el ceño, miró su reloj y revisó la camisa. A pesar de los pelos de gato, todavía estaba pasable. Intentó imaginar el gato atrapado en el secarropas, pero no tenia tiempo para disgreciones. Estiró el cuello y las mangas y recogió al felino. Sus ojos estaban cerrados. Sus labios se habían resecado un poco y sus colmillos y encías estaban expuestas. Intentó sin éxito volverle la boca a la normalidad. Lo peinó un poco, para minimizar el efecto erizado del secarropa.

Volvió a la cocina y, mientras apuraba el último sorbo de café con leche, acomodó el gato sobre la mesa y se dedicó a pensar. David odiaba a ese gato. Nunca hubo química. Cuando se fueron a vivir juntos, la ilusión de hacer que todo sea perfecto le impidió convencer a su mujer de deshacerse de la mascota. Volvió a pensar en esa posibilidad el día en que él y Laura se casaron, pero para ese entonces el pacto de no agresión, luego de años de arañazos y patadones, parecía funcionar. Ese pacto duro siete años mas, años de cruces esporádicos y zonas liberadas, hasta esta mañana en que el gato muerto y mullido yacía frente a él sobre la mesa del desayunador. Nunca habían estado tan cerca, nunca se habían acariciado tanto.

Miró al gato al tiempo que ensayaba las maneras de relatarle a Laura el incidente. Tenía la sensación de estar por rendir un examen. La adrenalina le corría por la espalda. Le costaba enfocarse. Coqueteó por un momento con pasar al ataque y culpar a Laura por dejar la puerta del secarropas abierta y permitir que Alexis durmiera allí. También pensó devolverlo allí y hacerse el boludo, a ver si pasaba. Esa idea tenía corto vuelo y lo supo de inmediato. Otro plan que lo ocupó por algunos segundos fue enterrarlo para hacerle creer que Alexis había escapado, pero David andaba corto de tiempo como para ponerse a excavar en el jardín. Pensó con fuerza, pero sólo por unos segundos porque tenía una reunión a las nueve y odiaba llegar tarde.

David conocía muy bien los procesos mentales retorcidos de su mujer y supo que cualquier cosa que dijese sería en vano: Ella siempre iba a creer que lo había hecho a propósito. Desde aquella luna de miel y el “si quiero” habían ya pasado algunos años en los que Laura se había convencido que David era un ser insensible, inmaduro y, porque no, asesino de mascotas en potencia. No es que David no mereciese tal descripción, pero lo cierto es que nunca, hasta este bendito día, David había ultimado un animal. David era un poco descuidado y esos descuidos casi siempre fueron interpretados como tentativas de homicidio. Los gritos y sollozos de su mujer acusándolo de querer intoxicar al gato eran moneda corriente cada vez que David dejaba el bidón con líquido de frenos o anticongelante en el garaje.

“Líquido de frenos” pensó y sonrió. Ese atajo de genialidad le costaría sólo algunas horas de reproches, unos “yo te avise” y un mar de lágrimas; nada nuevo. Evaluado el costo-beneficio, el líquido de frenos era la alternativa perfecta. David sonrió al tiempo que alzó el cuerpo flácido del felino.

Al construir la escena del crimen, David trató nuevamente de achatar el pelo de Alexis, empujó fuerte para acomodarle las encías y se araño la mano con los colmillos colgantes. “Gato de mierda”, pensó. “La puta que te pario”, lo maldijo por última vez. David esparció el químico por el piso, mojó las patitas del minino, untó su boca chamuscada con un pincel de detalle y abandonó los restos en el piso, lejos del auto, para que de una vez por todas comenzara a pudrirse en el infierno.

David se lavó las manos, limpió de pelos del gato de su ropa, volvió a acomodar la toalla dentro del secarropa y dejó la tapa abierta. Evaluó la escena una vez más y, satisfecho, se subió al auto.

David entró a la oficina a las 8.58 felicitándose por haber llegado a tiempo. Apuró el paso, saludó al personal de recepción, se sentó en la sala de conferencias y, antes de comenzar la reunión, anunció a sus empleados:

“En media hora voy a recibir un llamado y me voy a tener que ir. Les pido que sigan sin mí. No me llamen al celular, yo llamo cuando termino.”

Continuará...

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