12.22.2008

Mis excusas

Quizás sea el exceso de trabajo. Correr todo el día detrás de proyectos que la crisis pospone o cancela. Convencerme que la semana que viene, cuando me saque todo esto del medio, voy a dedicarle tiempo.

Quizás sea la falta de sueño. Acostarme demasiado tarde cada noche, aunque jure que es la última, y seguir en el régimen militar de levantarme a las seis y media cada día. Y entrar en el acelere de no parar ni un minuto, correr atrás del reloj desde que abandono el calor de las sabanas hasta que apoyo nuevamente la cabeza en la almohada. Siempre apurada, siempre con una lista mental de cosas para hacer, de la cual me olvido la mitad.

Puede que sea, sino, el empacho. Las cenas navideñas, las galletitas, los postres y la celebraciones que no tienen fin. Que cuando tachás la que crees que es la última del calendario, suena el teléfono para invitarte a una fiestita, nada formal, para festejar Navidad. Y saber que te espera otra mesa rebosante de dulces y manjares. Ni hablar de los que tienen el mal gusto de cumplir años en esta época y festejarlo.

Quizás sea la falta de ejercicio, del dolor de espalda y el achanchamiento general de las ultimas semanas.

Seguro que son las compras. Las listas interminables de regalos, aunque prometiste que no ibas a regalar nada este año. Pero de pronto aparece tu secretaria con varios regalos para Hijo, para Marido y para vos y no te queda otra. Hay que corresponder. Entonces, en la media hora que tenias libre corrés a comprar más y más regalos que después necesitan ser envueltos, etiquetados y estar acompañados por una sentida tarjeta. Porque nada es tan simple.

El frío no ayuda. Ni la lluvia. Se alargan todos los procesos y salir de casa en familia requiere horas de preparación.

Seguramente también podemos culpar a la distancia. A empezar a imaginar el árbol en la casa de mamá y la criolla cena navideña. Escuchar en el fondo brindis y los abrazos mientras nos conformamos con un llamado a los gritos borrachos de la medianoche porteña, a destiempo.

Puedo seguir horas encontrando excusas para no escribir, porque estoy ocupada, cansada y agobiada. Porque he comido demasiado los últimos días en compañía de cuasi extraños. Porque extraño la tensión de la Navidad familiar. La adrenalina sobre alguna pelea en ciernes, empachada de comida y regada con abundante alcohol.

Porque soy especialista en explicar mis problemas, en vez de solucionarlos.
Más que buscar excusas, debería frenar el mundo, sentarme frente a la computadora y empezar a contar una historia. Si hubiera una. Si fuera tan fácil.

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12.04.2008

Invasión

Una soleada tarde de verano descubrís el montículo en un cantero. Pensás, inocente, que son sólo unas hormiguitas inofensivas que con un poco de veneno van a abandonar tu jardín. Dos días después descubrís el caminito plagado de hormigas que surca el pasto y la proliferación de pequeños centros autónomos de hormigas multiplicadas por tu displicencia. Respirás profundo. Todavía pensás que lo podes controlar. Esparcís cantidades industriales de mata hormigas y te olvidás.

Ellas retroceden, desaparecen. Vos reanudás tu vida, triunfal, luego de la batalla; ellas cuentan sus bajas, se reorganizan, aprenden, y atacan de nuevo. Esta vez invaden tu territorio. Entran en tu casa, en tu intimidad.


Una tarde te agachas a levantar un juguete y descubrís la fila india de trabajosas hormigas justo en el ángulo entre el zócalo y el piso. Las encontrás comiendo tus migas y bebiendo tu agua. Están gordas, achanchadas de semanas de comer gratis tu comida. Se sienten dueñas de tu casa, eligen las migas que quieren comer y abandonan otras que no les apetecen. Ellas están dándose la gran vida subsidiadas por tu apatía. Por primera y última vez, pensás, menospreciaste a tu enemigo. Esto es la guerra.

Lanzado, comenzás la carrera armamentista con una visita a la ferretería. Consumís horas de estudio frente a la computadora y comenzás a espiar jardines ajenos para tratar de entender sus tácticas. Aprendés, reorganizás y contraatacás. Con tu presupuesto de defensa severamente diezmado, te disponés a rodear la casa del veneno más potente que encontraste. Si hubiera sido legal hubieras esparcido Napalm por el jardín. Ahora las atacás con su propia estrategia: inundás su hormiguero, sus vidas, su intimidad. La victoria es inmediata y los pequeños insectos desaparecen. Con una manguera a presión terminás de destruir los monoblocks de sus ciudades y a puro chorro esparcís los restos bien lejos, como un aviso para quien se atreva a repetir la ofensa. Tu pulgar queda rojo de tanto apretar la manguera.

Esta vez aprendiste. Ahora sos más cauto. Por meses observas con atención zócalos, rincones y canteros. Pasan varias estaciones sin rastros de tu enemigo para que te declares victorioso. Insensato.

Una mañana levantás el cepillo de dientes y la descubrís. Ella ni siquiera intenta huir. Se inmola en beneficio de sus camaradas. Llamás a la oficina y cancelás las reuniones. Esta va a ser la madre de las batallas y vas a estar todo el tiempo que sea necesario para ganarla, no importa el precio. Todavía en pijamas, te sentás en el piso de la cocina con el Raid en aerosol en mano. Tu pulgar presiona apenas el pico, listo para disparar una lluvia de veneno. No hacés ningún ruido, no te movés, casi ni respirás. La hormiga muerta yace a tu derecha.

Vos no pestañeas. En algún momento ellas van a sentir que están solas y saldrán de la clandestinidad. Ellas van a bajar la guardia, convencidas que tienen la casa a su disposición. Las invasoras van a salir de sus guaridas para robar tus migas y hurgar por tus cajones. Lo sabés.

La primera sale tímida. Es marrón, parece más obrera que soldado. Quizás la mandó la Reina a buscar a su camarada. “Vení a buscarla”, pensás, “animate”. Casi sin darte cuenta, en el tiempo que te lleva hilar ese pensamiento, salen dos, cinco, diez, quince más. Están flacas, desesperadas, se mueven de un lado al otro como tratando de encontrar un rumbo. Vivir encerradas no les sienta bien. Tienen hambre, tienen sed y están dispuestas a comer lo que sea. Se van a atropellar hasta alcanzar una migaja del pan de carne incomible que quemó tu esposa anoche. Estás a punto de apretar el gatillo, dudás, reflexionás. Sabés bien que el Raid no las liquida; las asusta un poco, las obliga a esconderse, pero no vas a terminar con el flagelo a fuerza de veneno en aerosol. A esta altura del conflicto vos necesitas un ministro de defensa. Reunión de gabinete.

El fumigador llegó temprano la mañana siguiente. Luego de una rápida recorrida al interior y exterior de tu vivienda, delineó su estrategia de ataque: Inundar la casa de veneno especial para ese tipo de hormigas e incrustar unas carnadas envenenadas en el pasto alrededor de la casa, cercarlas hasta forzarlas al exilio. Por fin alguien que te entiende. Sentís la empatía del fumigador, que ha hecho propia tu lucha y puede recitar las distintas especies y costumbres del enemigo sólo por oler el cuerpito aplastado. Vas a aplicar artillería pesada y tenés una garantía por si se animan a reaparecer. Perfecto.

Dejás pasar el tiempo y mirás de reojo como las hormigas van en dulce montón a comer los falsos banquetes del jardín. Sabés que ceden a sus instintos y a su hambre. Ante tu aparente pasividad ellas abandonan la guerra y se dejan entumecer por los aromas deliciosos. Es cuestión de días hasta constatar que se extinguen. Desaparecen de tu casa como alguna vez los dinosaurios.

Sos feliz y el problema queda atrás como un mal recuerdo. Ya casi te olvidas y comenzás a recelar del suculento cheque que le pagaste al fumigador.

Esta mañana, luego de meses con la guardia baja, mientras te preparás el café, descubrís a las irreductibles, mimetizadas con el mármol de la cocina. Marchan en disciplinada fila. Seguís el camino por la pared y por el zócalo hasta el agujerito entre la puerta y el marco. Las mirás incrédulo por unos segundos, mientras marcás el número del fumigador. Lo esperás mirando esa fila infame de hormigas insurrectas que optaron por la resistencia. Las admirás un poco pero las odiás todavía más.

El siguiente paso es inundar los zócalos con otro veneno. Este no las mata en el acto, sino que se lo llevan a cuestas al hormiguero y se lo pasan a otras hormigas, se llenan de él para morir todas en masa. Aceptás sin ni siquiera escuchar toda la explicación. Esta guerra se tiene que ganar. Como sea.

Volvés a llamar a la oficina y ni siquiera mentís. Te quedás en casa para presenciar la aniquilación. Esta vez querés supervisar todos los detalles y ensuciarte las manos si es necesario. Tenés tus dudas, necesitas corroborar que el fumigador no se haya pasado de bando, que no se haya convertido en un traidor.

Las hormiguitas de la resistencia salen a trabajar y vuelven por el caminito del zócalo a refugiarse en la clandestinidad sumidas en la ignorancia. No saben que, luego de despedirse y rendirse al merecido descanso, no volverán a despertar. Ni ellas, ni sus hijitos, ni sus abuelitos, ni los vecinos. Ni las que trabajan, ni las que aprenden, ni las que curan, ni las millonarias, ni las que cocinan, ni las que cortan callecitas ni las que tienen planes sociales. Te imaginas la Ciudad Hormiga debajo de tus cimientos, diezmada por las primeras batallas. Las hormigas de la resistencia, viven en sótanos, agazapadas en su ciudad desolada. Escondidas, alertas. En unas horas, sin entender, se empezarán a morir. Te haces un té y te sentás a esperar.

Las pocas hormiguitas sobrevivientes organizan un comité de emergencia para minimizar la crisis. Al principio, desprevenidas, habrán intentado acomodar los cadáveres hasta que se dan cuenta que todavía contagian el veneno. Sin poder controlar la peste, las pocas hormiguitas que quedan abandonarán su ciudad muerta. Dejaran la ciudad de sus padres, de sus hijos, de sus hermanos sin el derecho a un ultimo adiós, un último beso, una caricia o una bofetada. Dejarán atrás sus pocas pertenencias y los cadáveres de sus hormiguitas queridas. Abandonarán tu casa.

Con la mirada vacía, salís al Jardín. Falta algo. Falta un enemigo. Dudás. En honor a las pocas hormiguitas insurrectas hacés un monumento con palitos cerca del hormiguero más grande, el primero en caer. Pensás para tus adentros en su valentía y determinación. Te detenés por un minuto a contemplar el hueco entre la puerta y el marco. Te agachás y mojas tu dedo en el té. Pintás una crucecita en la pared. Dejás una flor en el piso todavía húmedo de veneno.
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11.28.2008

28 de Noviembre

Hace 35 años y nueve meses, en una ciudad un poco perdida, mi madre decidió por si sola condenarse al reposo absoluto porque, a pesar de la negativa del medico, ella sentía el puñado de células multiplicarse rápidamente en su panza. Gracias la terquedad de mi madre, yo existí. Supongo que en algún momento dudó de su cordura, pero ganó su testarudez. Y la panza empezó a crecer.


Una tarde como esta, miles de kilómetros al sur, hace 35 años, mi mamá se adelantó una vez mas a las predicciones médicas y, aún cuando las enfermeras le juraron que no era el momento, ella las convenció a fuerza de hacer sonar la alarma del hospital. Una tarde como esta, mi papá cortó el cordón que nos unía, y me sostuvo mientras tomé mi primer soplo de aire. Una tarde así, veraniega, caliente, mi boca se desplegó en un llanto. El primero.

Hoy el noticiero anuncia nevadas en otro idioma. Hoy me despertaron las patadas de Hijo compartiendo nuestra cama y su zambullida sobre mi panza. Hoy parece un día igual a cualquier otro. Hoy cumplí años.

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11.20.2008

El Gato de Laura (Parte Tres)

No pude dejar de pensar en el Roña. Sabía que andaría por ahí. Roña era el perro callejero del barrio. No sé si tenía nombre, o como lo llamaban los vecinos, pero desde el día que nos mudamos a esta casa, para mí fue el Roña. Es un pichicho cariñoso e independiente que siempre viene a saludar cuando llego de la oficina. Yo respondo a esas muestras de cariño desinteresadas con algo para comer y un plato con agua. Hay algo especial entre el Roña y yo. Varias veces le sugerí a Laura que lo adoptáramos pero la impronta callejera del perro lo impedía. Eso y Alexis, que era por ese entonces el dueño de casa.

Evalué el desastre alrededor del sepulcro del gato. La tierra estaba movida y, lo peor, la estatua y el gato habían desaparecido. Cuando consideraba mis opciones me distrajo el sonido de pasos a mis espaldas. Giré despacio, y me encontré cara a cara con el jardinero.

- “¿Qué tal, Antonio?”, lo saludé sin saber, aún, que mi salvación estaba en sus manos.
- “Mire, Señor David, yo quería pedirle disculpas por lo de las macetas. La Señora Laura me contó del incidente y le quiero aclarar que no fue a propósito.”, empezó a decir el jardinero.
- “No te preocupes. La Señora Laura está un poco deprimida pero ya se le va a pasar”, intenté tranquilizarlo.
- “En este otro tema, lo de la tumba, en eso no tuve nada que ver, Señor, pero quédese tranquilo que ya me encargué de ese perro y no va a joder más.”

Me quedé mudo. Sin habla. Atontado. ¿Qué tenia que ver el Roña con todo esto?

Antonio prefirió callar y me condujo hasta el fondo de la casa. Al cantero de los geranios. Corrió un poco las hojas y expuso el pozo que el Roña estaba cavando esta mañana. Miré fijo. Muy al fondo se veía una maraña de pelos erizados. Enfoqué bien los ojos para confirmar el macabro hallazgo. Se me secó la boca. Hacía frío, pero empecé a sudar. Las imágenes, los pensamientos, las excusas se agolpaban en mi cabeza sin orden ni sentido. Si bien había zafado como por arte de magia de asesinar al gato, de olvidarme de comprar el ataúd y de limpiar el garaje, esta vez no veía escapatoria. No había manera de anticipar las conclusiones que sacaría mi mujer de semejante espectáculo. Tuve que hacer un esfuerzo para hilar la siguiente frase.

- “¿Qué pasó con el perro, Antonio?”, me costó preguntar
- “Mire, Señor, al malandra ese lo saqué a las patadas y arreglé el agujero en el alambrado, así que no va a volver.”


Me despedí del jardinero y di la vuelta a la casa. El Roña no estaba por ningún lado. Le dejé su plato y su recipiente con agua en el frente, y entré.

Laura había salido temprano. Ni por la culpa ni por el luto se perdería la clase de pilates. Agarré una pinza de la caja de herramientas y me encaminé hacia el alambrado. El Roña me esperaba del otro lado, sin entender porqué. Esos ojitos tristes pedían disculpas, amor y algo para comer. Rompí las ataduras de Antonio y, en mi apuro, el alambre suelto rasgó la herida que me había hecho Alexis el día anterior, ya muerto, en mi garaje. “Gato mi mieeerrrrrdaaaaa”, grité con toda la fuerza de mis pulmones, en un profundo y necesario desahogo. El Roña entró feliz a revolcarse en su jardín.

Rastreé un poco el fondo y encontré entre las plantas la estatua rota del gatito durmiendo. El barro todavía estaba húmedo por efecto de los regadores y fue fácil limpiarla. Sólo le faltaba la cabeza, que apareció a unos metros. Por suerte encontré pegamento en el garaje.

Luego me dediqué a tapar la tumba vacía de Alexis, para devolverla a su estado original. En medio de la tarea me di cuenta que el gato ya no necesitaría la costosa caja de madera. Dudé unos segundos, pero el recuerdo de la absurda suma que se había acreditado en mi tarjeta me obligó a sacar la caja del pozo antes de taparlo. Si la limpiaba un poco, la podría devolver al anticuario sin problemas, pensé. La metí en una bolsa, en una caja, en otra bolsa y dentro del baúl del auto. Bajo ningún concepto podía permitir que Laura la encontrase.

Ahora el gatito durmiente yacía tranquilo sobre la tumba falsa. Todo parecía normal en mi jardín, excepto por los trozos despedazados de Alexis detrás de los geranios. Con la pala todavía en la mano, me dispuse a solucionar ese problema. En eso estaba, dándole una apariencia normal, cuando algo relució entre la tierra. Era la medallita del collar de Alexis, doblada y atravesada por los dientes del Roña. La levanté y la sostuve, embarrada y agujereada entre mis dedos. Antes de caer en un ataque de sentimentalismo por el gato asesinado, la guardé en mi bolsillo.

Limpié y ordené todos los utensilios y me fui a bañar. Cuando salí, renovado, de la ducha, encontré a Laura tirada en la cama, llorando a moco suelto. Me costó encontrar fuerzas para hacerme cargo del nuevo ataque de histeria de mi mujer. Miré el reloj. “Debería estar en la oficina”, pensé. Le ofrecí unos Valium, para poder irme tranquilo. Ella se negó, sin hablar. La única respuesta que me dió fue sostener en alto el collar destruido del gato. Ya está, pensé. Se terminó la buena racha. Mi cabeza empezó a inventar excusas mientras Laura intentaba tranquilizarse para poder hablar. No había caso, ella disparó primero.

- “¿De dónde sacaste esto?”, preguntó.
- “Mi amor, antes que nada quiero que sepas que yo....”
- “¿De dónde sacaste eso?”, me interrumpió para volver a preguntar. Decidí hacer lo que cualquier hombre decente: culpar al jardinero. Para algo le pago.
- “Antonio lo encontró en el cantero con los geranios”.
- “¿Sabés hace cuanto que lo busco? “

Al parecer, ese era el collar viejo de Alexis, que había desaparecido hace semanas. Laura había comprado uno nuevo, pero nunca llego a ponérselo porque el gato decidió dormir en el secarropas. Increíble, pensé.

- “Laura, mi amor, esto es una señal”, sugerí tratando de aprovechar el momento. Ella me miró sorprendida. Casi se podían escuchar el esfuerzo de su cabecita para forzar el entendimiento.
- “¿Sabés quién encontró este collar? El perro callejero ese que anda siempre por nuestro jardín.” Noté que Laura empezaba a desconfiar, pero no me detuve. La velocidad era esencial.
- “En serio, preguntale a Antonio. El perro apareció con el collar esta mañana. Creo que es una señal de Alexis. Sabe que lo vas a extrañar y no quiere dejarte sola”, insistí.
- “Pero ese perro es un asqueroso, esta todo roñoso. Alexis jamás haría una cosa así”, argumentó ella, con cierto grado de razón.
- “Es verdad. Alexis era un gato muy refinado, pero ese perro es el único animal que conocía. Creo que no tuvo opción”, agoté mis recursos.

Ella meditó en silencio un rato, contrariada ante la evidencia. Su adorado gato le pedía ahora que adoptase a ese perro desagradable. Ella no podía resistirse a los deseos post mortem de su mascota. Luego de mucho pensar, en silencio y todavía desconfiada, Laura accedió.

- “Creo que tenés razón. Es el deseo de Alexis. Ahora le tenemos que poner un nombre”, dijo
- “Creo que ya se lo pusiste, mi amor. ¿No dijiste que era un perro roñoso?
- “Si….”, contestó dubitativa
- “¿Que tal Roña?”. Ya estaba fanfarroneando un poco. Laura me miró y, por primera vez en dos días, sonrió.

Esa noche el Roña durmió adentro. Laura no parecía demasiado convencida y se notaba que hacía un esfuerzo por quererlo. “Ya llegará”, pensé.

A la mañana siguiente me levanté excitado por tener al Roña en casa. La vida me sonreía. Llamé a la oficina para cancelar todas mis reuniones: llevaría al perro al veterinario. Me apuré al bañarme, vestirme y desayunar. Antes de subirme al auto, lo llamé. El Roña no respondió. Insistí. Recorrí los cuartos gritando su nombre y silbando. Nada. Revisé placares y rincones. Ni señales del cachorro. Chequeé las ventanas, a ver si se habría escapado. Lo llamé de nuevo, silbe, aplaudí. Hice sonar su plato de aluminio. Nada. El perro no estaba por ningún lado. Agachado, buscando debajo de la cama se me ocurrió. La adrenalina me hizo subir la presión. Me temblaron las piernas. Corrí al lavadero. El Roña dormía tranquilo al calor de su manta vieja. Dentro del secarropas, por supuesto.

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11.13.2008

El Gato de Laura (Parte Dos)

“Lo peor es la culpa, ¿no?”, dijo Laura después de llorar un rato largo en mis brazos. Me quedé helado. ¿Habría menospreciado su inteligencia? Por las dudas, intenté tranquilizarla.

“Shh... necesitás descansar, ahora no pienses más. Dejalo ir”, sugerí.

“No voy a poder descansar, no puedo soportar la culpa”, dijo entre sollozos.

No quise dar crédito a mis oídos. Mientras hablaba, Laura hipaba como un bebé; tenia todo el maquillaje corrido, los ojos enrojecidos y vidriosos y la nariz tapada de mocos. Con la voz gangosa por la angustia, podría haber dicho casi cualquier cosa. Expectante, le acaricié un poco más la cabeza. De a poco se fue aflojando hasta recostarse extenuada en un sillón del living, donde se abandonó a respirar fuerte y sollozar.

Cuando la situación parecía controlada se levantó de un salto, corrió hacia el garaje y, en uno de esos despliegues actorales a los que ya estoy acostumbrado, levantó al gato y gritó, claro y fuerte:

“¡Alexis, perdoname, por favor perdoname por lo que te hice!, ¡Aleeeeexiiiiiiiis!”

Laura besaba extasiada el cuerpo muerto de su mascota y lloraba a los gritos; yo ni me preocupé por ocultar mi sorpresa. Creo que hasta sonreí. Luego de exigir respuestas y suplicar perdones por un rato Laura decidió dar por terminada la escenita y volvió a buscar refugio en mis brazos. Traté de mantener la voz calma mientras evaluaba la situación.

“¿Porqué te culpás, mi amor? ¿No ves que fue un accidente?”, me animé a preguntar.

Entre sollozos Laura me explicó que la tarde anterior, al volver de su clase de pilates, se había encontrado con Antonio, el jardinero, quien recién terminaba de transplantar los geranios al cantero del frente. Antonio necesitaba un lugar para guardar las macetas vacías y Laura lo invitó a ponerlas donde pudiese dentro del garaje. El jardinero incluso preguntó si podía reacomodar un poco y ella, que estaba apurada para irse a tomar el té con las chicas dijo que sí sin pensar. Suerte de campeón que le dicen; esa mañana, cuando pergeñe mi plan, ni había visto las macetas en el estante de arriba. Mi propia genialidad me impresionó y, una vez más, tuve que hacer un esfuerzo para no sonreír.

La próxima jugada casi se definió sola. Con el pretexto de que no se torturase más por un simple accidente doméstico, le encajé unos Valium y ofrecí hacerme cargo de los arreglos del sepelio. Ella accedió justo antes de desvanecerse bajo los efectos de la droga. Tuve que tumbarla en la cama para que siga roncando su culpa en el dormitorio. Calculé que dormiría toda la tarde y me fui a la oficina. Todavía tenía que ponerme al día con los sucesos de la mañana y preparar una presentación importante para un potencial cliente. Me interné en un mar de planillas de cálculo, propuestas, e-mails, precios y estrategias. Por fin me olvidé de Laura, del gato y hasta de ir al baño.

Pasadas las 7.30 salí de la oficina y ví en la pantalla del celular seis llamadas perdidas, todas de Laura. ¿Qué hacía despierta, la muy hinchapelotas? Podía jurar que tenía Valium como para dormir una semana. Junte coraje y llamé.

“¿Dónde estás?”, fue lo único que dijo al atender. Tengo que reconocer que me agarro desprevenido y respondí como un amateur.

“Eh... pasé un minuto por la oficina”, dije, porque no se me ocurrió nada mejor. Los escasos puntos que había sumado durante la mañana en mi papel de marido comprensivo se desvanecieron y lo que siguió fue una larga lista de reproches, desde que la había abandonado en ese, el día más triste de su vida, hasta los recuerdos de mi inolvidable borrachera y posterior papelón en las bodas de plata de mis suegros. Todo un rosario de culpas fue desplegado gracias a su memoria detallista. Había vuelto mi Laura. La llovizna mojaba el pavimento y el efecto difuso de la humedad y las luces de los otros autos hacían de cortina al ruido blanco de sus acusaciones. La tarde había cobrado una aparente cotidianeidad hasta que, antes de dar la vuelta en el último semáforo, ella frenó en seco la perorata y preguntó:

“¿De que color es el ataúd?”. Tardé unos segundos en disociar sus palabras y darles sentido, tiempo en el que pude improvisar una respuesta. Esta vez no costó mucho convencerla que ella tenía una conexión especial con Alexis y era quien debía elegir el sarcófago en el cual el minino emprendería su viaje hacia el más allá. Después de haberlo matado, esa última ofrenda de amor era lo mínimo que podía hacer.

No me dejó ni estacionar. Ella estaba ansiosa en la puerta, de riguroso luto y lista para comenzar un raid de ferreterías, almacenes, casas de objetos de madera, puestos de flores y poli rubros. Cerca de las nueve y media, sin cenar y en el momento en que se desataba una tormenta majestuosa, Laura se decidió por una hermosa caja de madera tallada con incrustaciones de nácar en forma de florcitas. Como Alexis adoraba jugar en las macetas, no hubo dudas, era para él. El chiste me costó un ojo de la cara pero, un poco por la culpa propia del asesino y otro poco porque tenía hambre, saqué la tarjeta de crédito y firmé sin mirar. Ya encontraría la manera de cobrárselo.

Según las indicaciones de mi mujer, el cajoncito sería enterrado en una tumba coronada con una estatua de un gatito durmiendo que encontré en el Wal-Mart. Le prometí que le haríamos grabar Alexis en el lomo.

De vuelta en casa nos encaminamos al jardín en donde Laura caminó en trance bajo la lluvia por unos veinte minutos hasta dar con el lugar exacto en donde enterraríamos al animal. Luego subió al auto y me dejó cavando la tumba en el jardín, bajo el aguacero, iluminado por los faros, creo haber visto esa imagen en El Padrino. Después de todo, un hombre que cava un foso durante un aguacero iluminado sólo por las luces de un automóvil es una linda manera de destruir la reputación que tenemos en el barrio.

Ya pasada la media noche logré hacerla entrar a la casa. Había sido un día difícil, pensé mientras cerraba el portón y salivaba ante la promesa de una cerveza helada. Me despabiló de mis ensoñaciones etílicas el grito de mi mujer que miraba, enloquecida, la escena del crimen todavía intacta.

Fue algo automático. Quería terminar con el asunto del gato muerto. Me arrodillé en el piso y temblando de frío comencé a fregar. Mientras eliminaba los rastros del líquido de frenos, el miedo comenzó germinar. El viento y la lluvia golpeaban furiosos contra las ventanas del garaje. Sabía que era imposible, pero con cada escurrida del trapo me convencí que el espíritu del felino estaba atascado en la casa, enfocado en cagarme la vida. No pronuncié palabra. Sentía el fantasma vengativo del minino maullar a mis espaldas. Los truenos hacían retumbar los vidrios y los cimientos. Además de su alma en mi casa, tenía su estatua frente al dormitorio, estratégicamente ubicada para recordarme a diario del minino que me esperaba para ajustar cuentas. Esa noche fuimos dos los que tomamos Valium.

Estaba todo dolorido cuando sonó el despertador y me empujé fuera de la cama. Preparé un café negro, doble, y esperé sentado en la mesada el golpe de la cafeína en el estómago. Me serví otra taza para terminar de despabilarme y levanté la vista para evaluar el daño que la tormenta había dejado en mi jardín. No llegué a ver las ramas caídas, ni las hojas desparramadas por el pasto. Ni siquiera los charcos de barro que desdibujaban los límites del cantero grande, el de los geranios. Lo único que vi fue el lugar vacío y la tierra revuelta en donde anoche yo mismo había acomodado, con una oración, la estatua dulce del gatito dormido. Cerré con fuerza los ojos, apreté la mandíbula y los puños, pero cuando volví a abrirlos el sitio seguía vacío.

“Gato de mierda”, pensé, “Estas decidido a cagarme la vida, ¿no?”. Era una lucha desigual, hombre versus espíritu.

Junté valor y salí a evaluar más de cerca el terreno. La tierra estaba revuelta y la figura, desaparecida. No había rastro alguno en el barro. Traté de reacomodar la tierra con una pantufla y una corriente helada de adrenalina me corrió por la sangre. Dentro del pozo estaba la caja con las flores de nácar, abierta y vacía.

Continuará...


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11.06.2008

El Gato de Laura

Esa mañana David estaba apurado. Sin afeitarse puso el agua para el café, metió pan en la tostadora, caminó hacia el lavadero y tiró una camisa dentro del secarropa para que se planche. Mientras su desayuno y ropa se preparaban en automático, se duchó y afeitó. Por suerte Laura se había ido temprano al gimnasio y tenía el baño solo para él.

“Llego tranquilo a la reunión de las nueve”, estimó al tiempo que ató sus cordones. La corbata yacía encima de su maletín. David caminó hacia la puerta y solo pasó por el lavadero a recoger su camisa planchada y calentita. Estiró su mano hacia el interior del aparato y sacó su camisa, una toalla y un enjambre de pelos cortos y marrones. Le llevó unos segundos reconocer en ese bollo peludo el cuerpo calentito y achicharrado de Alexis, el gato de Laura.


Detuvo su apuro y comprendió que el gato recalentado y suave dentro del secarropas era la pieza faltante del rompecabezas. La puerta abierta del secarropa al tirar la camisa, la toalla que Laura había dejado dentro para que el minino durmiese cómodo en el cilindro de metal y los golpes que ignoró en cada giro del tambor, cuando el animal golpeaba contra las paredes en movimiento, fueron las alertas que esa mañana no escuchó.

David frunció el ceño, miró su reloj y revisó la camisa. A pesar de los pelos de gato, todavía estaba pasable. Intentó imaginar el gato atrapado en el secarropas, pero no tenia tiempo para disgreciones. Estiró el cuello y las mangas y recogió al felino. Sus ojos estaban cerrados. Sus labios se habían resecado un poco y sus colmillos y encías estaban expuestas. Intentó sin éxito volverle la boca a la normalidad. Lo peinó un poco, para minimizar el efecto erizado del secarropa.

Volvió a la cocina y, mientras apuraba el último sorbo de café con leche, acomodó el gato sobre la mesa y se dedicó a pensar. David odiaba a ese gato. Nunca hubo química. Cuando se fueron a vivir juntos, la ilusión de hacer que todo sea perfecto le impidió convencer a su mujer de deshacerse de la mascota. Volvió a pensar en esa posibilidad el día en que él y Laura se casaron, pero para ese entonces el pacto de no agresión, luego de años de arañazos y patadones, parecía funcionar. Ese pacto duro siete años mas, años de cruces esporádicos y zonas liberadas, hasta esta mañana en que el gato muerto y mullido yacía frente a él sobre la mesa del desayunador. Nunca habían estado tan cerca, nunca se habían acariciado tanto.

Miró al gato al tiempo que ensayaba las maneras de relatarle a Laura el incidente. Tenía la sensación de estar por rendir un examen. La adrenalina le corría por la espalda. Le costaba enfocarse. Coqueteó por un momento con pasar al ataque y culpar a Laura por dejar la puerta del secarropas abierta y permitir que Alexis durmiera allí. También pensó devolverlo allí y hacerse el boludo, a ver si pasaba. Esa idea tenía corto vuelo y lo supo de inmediato. Otro plan que lo ocupó por algunos segundos fue enterrarlo para hacerle creer que Alexis había escapado, pero David andaba corto de tiempo como para ponerse a excavar en el jardín. Pensó con fuerza, pero sólo por unos segundos porque tenía una reunión a las nueve y odiaba llegar tarde.

David conocía muy bien los procesos mentales retorcidos de su mujer y supo que cualquier cosa que dijese sería en vano: Ella siempre iba a creer que lo había hecho a propósito. Desde aquella luna de miel y el “si quiero” habían ya pasado algunos años en los que Laura se había convencido que David era un ser insensible, inmaduro y, porque no, asesino de mascotas en potencia. No es que David no mereciese tal descripción, pero lo cierto es que nunca, hasta este bendito día, David había ultimado un animal. David era un poco descuidado y esos descuidos casi siempre fueron interpretados como tentativas de homicidio. Los gritos y sollozos de su mujer acusándolo de querer intoxicar al gato eran moneda corriente cada vez que David dejaba el bidón con líquido de frenos o anticongelante en el garaje.

“Líquido de frenos” pensó y sonrió. Ese atajo de genialidad le costaría sólo algunas horas de reproches, unos “yo te avise” y un mar de lágrimas; nada nuevo. Evaluado el costo-beneficio, el líquido de frenos era la alternativa perfecta. David sonrió al tiempo que alzó el cuerpo flácido del felino.

Al construir la escena del crimen, David trató nuevamente de achatar el pelo de Alexis, empujó fuerte para acomodarle las encías y se araño la mano con los colmillos colgantes. “Gato de mierda”, pensó. “La puta que te pario”, lo maldijo por última vez. David esparció el químico por el piso, mojó las patitas del minino, untó su boca chamuscada con un pincel de detalle y abandonó los restos en el piso, lejos del auto, para que de una vez por todas comenzara a pudrirse en el infierno.

David se lavó las manos, limpió de pelos del gato de su ropa, volvió a acomodar la toalla dentro del secarropa y dejó la tapa abierta. Evaluó la escena una vez más y, satisfecho, se subió al auto.

David entró a la oficina a las 8.58 felicitándose por haber llegado a tiempo. Apuró el paso, saludó al personal de recepción, se sentó en la sala de conferencias y, antes de comenzar la reunión, anunció a sus empleados:

“En media hora voy a recibir un llamado y me voy a tener que ir. Les pido que sigan sin mí. No me llamen al celular, yo llamo cuando termino.”

Continuará...

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10.23.2008

Niña Precoz

Es de público conocimiento que las mujeres maduramos más rápido que los varones. Si a esto le sumamos que hoy en día los chicos crecen más rápido que antes, encontramos dos verdades que se potencian. Por eso, si tenés una hija, preparate. Esta advertencia no va dirigida a cualquiera. No, va dirigida a vos, querida. A vos que vas por la vida pensando que dejas a tu hija en el Jardín y la chiquita inocente juega con muñecas y bloques y crayones. A vos, que cuando la mirás a los ojos te dejas envolver en su inocencia impostada y sus palabras recién aprendidas. A vos, que te dejas arrullar por su vocecita dulce. A vos te aviso, preparate.


Desde los cinco meses de edad, Hijo comparte la sala con esta chiquita. La vamos a llamar A, para preservar su identidad por razones legales. Desde el principio detecté que A lo miraba con un cariño especial, por decirlo de alguna manera. Sin embargo, descarté mi hallazgo, asumiendo que era una ilusión macabra creada por mi flamante gen de suegra. Me convencí que eran visiones mías y nada más. Las criaturas tienen un año y medio; solo una mente podrida como la mía podía ver en esa chiquita una futura ave de rapiña, digo nuera.

A pesar del esfuerzo consciente que hice por no enrollarme, no podía dejar de ver, día a día, la atención especial que A le dedica a mi hijo. Traté, juro que traté de no darle importancia a lo que veía pero no dio resultado. Esta semana por fin abandoné la lucha. El lunes, cuando fui a buscar a Hijo al Jardín, vino corriendo y nos quedamos abrazados como todos los días. Ella, A, revoloteaba alrededor. Bailaba y sonreía seductora, mientras decía su nombre. ¡Estas criaturas apenas dicen mamá y ella tiene el descaro de llamar a Hijo por su nombre!

El martes se repitió la escena, solo que esta vez la pequeña se acercó más e, inocentemente, comenzó a levantarse la remera. Mi consuelo, el único, es que mientras la chirusita mostraba la panza, hijo no la miraba ni de reojo. Él estaba más ocupado en mí que en los llamados hechizantes del ombligo de A.

Ayer, mientras disfrutábamos del abrazo del reencuentro, apareció ella con su pollerita de volados y remerita rosa. Desplegó con su canto de sirena en pañales y su danza de levantarse la remera, sin lograr ni una pizca de atención de Hijo. Vio que no tenía respuesta y mirándome fijo a mí, su supuesta suegra, empezó a acariciar el brazo y la espalda de mi bebé. En ese punto, me superó la situación, me quedé sin palabras. Aterrada, apreté a mi hijo fuerte contra mi pecho, para protegerlo de todas las mujeres desesperadas que andan sueltas.

La maestra, cuando vio la situación, deliró y comenzó a contarme otras situaciones que, pensó, que me iba a emocionar. Ahí normas, sin anestesia, de despacho con “la dulzura” que era verlos caminar por los pasillos agarraditos de la mano. A mi hijo, a quien todavía le cambio los pañales cagados, le caliento la lechita a la mañana y me cuido de no meterle jabón en los ojos cuando le lavo la cabeza. Mi bebé con esa loquita desafiante.

Todavía tengo el consuelo que Hijo parece no registrarla demasiado. Hoy día esta más interesado en los autitos, en el tobogán y en los crayones que en mirar panzas, dar mimos o dejarse engatusar por el canto de una mujer. Yo estoy tranquila pero vos, mamá de A, preparate: esto recién empieza.

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10.16.2008

Quizás el domingo

¿Se juntarán a almorzar unos ravioles recién cocinados con queso rallado fresco? ¿O se juntarán a cenar pizza napolitana y de fugazetta? Quizás empiecen con una picadita a la tarde, cuando llegue mi hermano y se acomode en la mesa de la cocina a leer los diarios. La conversación se va intensificar a medida que van llegando los otros. Quizás, si esta linda la tarde, se sientan afuera. A medida que se instalen van a desacomodar un poco más las sillas y no van a usar mantel. Las migas, las costras del queso y las páginas gastadas de los diarios se van a acumular sobre la mesa y las botellas vacías y platos sucios en la cocina. Puedo presentir cada una de sus voces cortando el espacio, sus manos al untar otra galletita y sus pulmones al respirar ese ambiente familiar. Tal vez, después de un par de horas de atiborrarse de delicatessen abran una botella de vino y pidan empanadas.



Quizás ella se levante de la siesta y descubra que hace rato que están todos abajo, picoteándole la alacena y charlando acalorados. Quizás baje y, sin interrumpir la conversación, se prepare un mate y se siente a la mesa. Quizás, si esperan a mi abuela, incluso limpie las migas y ponga un mantel. Imagino que elegirá un mantel “lindo”, para celebrar.

En el fragor de la charla familiar, quizás nadie escuche el teléfono. Tendré que intentar varias veces. Pero en algún momento, alguien se va a levantar. Alguien va a querer ir al baño, a buscar otra botella de vino o un paquete de galletitas. Y se va a colar por el tubo de ese teléfono, va a pasar por el cable, la pared, la tierra, el mar, montañas, lagos, quebradas y ríos, y va a llegar a esta punta del mundo un pedacito de ese domingo. Un retazo desteñido de ese día de la madre. Confío en el efecto inverso y sé que, gracias a ese mismo tubo, ese mismo cable y esa misma tierra ella va a sentir mi abrazo.

Feliz día, mamá.


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10.09.2008

La presión del protagónico

Publicar lo que escribo en Internet ha sido, para Marido, una prueba difícil. Si bien soy yo la que escribe, corrige y publica, él siente suya la responsabilidad de llevar una vida que produzca suficiente material como para poblar esta página. Desde mi primer publicación a la fecha, cada pequeño problema domestico, cada discusión, cada anécdota, cada carcajada termina con un: “Esto va al blog, ¿no?”. Esa frase inocente es la asesina instantánea del relato. No estoy segura si es mi condición de mujer, de sagitariana, o de rompe pelotas pero si alguien me dice que haga algo tengo la compulsión que hacer exactamente lo contrario.


El otro día, sin ir mas lejos, le puse antihongos en las uñas a Marido. Sabía que sólo tenia que aplicarlo en la uña del dedo gordo. Pero cuando casi había terminado la aplicación tuvo el mal tino de decirme: “En la de al lado no pongas porque esta lastimada”. Mi mano, antes que nadie pueda reaccionar, posó decidida el aplicador sobre el dedo lastimado y apretó el pomo. Ese gesto me define, no sólo por mi compulsión a contrariar ordenes, sino porque sólo una esposa ejemplar le pone antihongos en la uña a su media naranja.

A pesar de la imposibilidad de escribir sobre la variedad de anécdotas que Marido ha producido en los últimos meses, tengo que reconocer que hemos vivido tiempos interesantes. Al probar distintas estrategias, Marido pasó por etapas en las que estaba más cariñoso y atento que nunca, a ver si yo escribía algo romanticón. Después, afiló su sentido del humor, aportando chistes de todo tipo y carisma. En algún momento pensó que hacer gala de su ineptitud para las tareas domesticas daba para un buen texto, así que se dedicó a hacer estragos mientras intentaba cambiar lamparitas, lavar la ropa, arreglar la pérdida de la canilla y colgar un cuadro. Cuando dirigía el taladro hacia un punto dibujado en lapiz negro sobre la pared, giró sonriente para advertir: Esto va al blog, ¿no?. Con esa frase, no sólo mató la posibilidad de contar esa anécdota, sino que agujereó la pared ocho centímetros mas a la izquierda, donde el cuadro ya no entra.

Le sugerí que se abra su propio blog egocéntrico para hablar de si mismo, pero esa no es la solución, dice. El quiere que yo hable (en lo posible bien) de él. No tiene le mismo efecto hablar de uno mismo, creo.

Si estoy escribiendo estas líneas, es porque la situación se torno insostenible. Sus ansias de protagonismo que hasta ahora eran simpáticas y anecdóticas se volvieron peligrosas. Porque una cosa es luchar contra sus propias limitaciones para aprender a cambiar una lamparita, pero otra muy distinta es poner en riesgo su vida.

Escribo esto hoy, que él esta en California escalando el monte Whitney, porque lo conozco. Porque sé lo que piensa, a 4421 metros de altura, entre la nieve , las piedras y los cóndores. Porque sé la clase de delirios que la falta de oxígeno le va a generar.

Porque hace unos meses mi estimado esposo se levantó del sillón, guardó el control remoto, apagó la computadora y salió a correr. Todos los días, durante semanas, se entrenó obsesivo. Por primera vez en nuestra historia lo vi levantar pesas, hacer sentadillas y hasta abdominales. Pero si en algún momento me deje engañar por sus discursos sobre la buena salud, ahora las piezas encajan perfecto.

Esta es la ultima oportunidad que tengo para contar esto. Porque en dos días, cuando vuelva a casa, sucio, barbudo, flaco y desalineado, me va a abrazar, va a abrazar a Hijo y antes de mostrarme las fotos, antes de contarme si se cruzaron con un oso, como pasaron por el hielo, como era la vista desde los precipicios y como eran las noches bajo esas estrellas, antes de todo eso me va a decir: “Esto va al blog, ¿no?”

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10.02.2008

El Nuevo

Hace unas semanas me crucé con el Nuevo en un pasillo de la oficina. Me presenté y le converse un rato, sin advertir el peligro. Pensé que a esta altura de mi carrera había aprendido a manejar estas situaciones, pero estos últimos días descubrí que no. Actué como una novata, joven e irresponsable. Quise ser amigable en una charla de cortesía, darle la bienvenida a la empresa y preguntarle por su familia, pero cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde. Ya me consideraba su amiga.


Unas horas después, yo buscaba en Internet recetas de lomo de cerdo para satisfacer el apetito de Marido y el Nuevo atacó por la espalda. No venía solo. No señor, el Nuevo nunca viene solo. Traía en sus manos los planos del edificio, uno por cada piso. Inútil fue advertirle que estaba “muy ocupada” porque igual desplegó su parafernalia sobre mi escritorio y se desplomó en una silla. Prometió que sólo tenía unas preguntitas y no se iba a demorar. El muestrario de papeles sobre mi escritorio me hizo desconfiar y no me equivoqué, porque la siguiente hora y media tuve que postergar mi vida para mostrarle donde se sentaba quien. Un poco por pena y otro poco porque no tenía nada mejor en que ocuparme, accedí a repasar con el cada rincón de los planos. En ese momento me asuste, no sabía hasta donde podría evolucionar este monstruo que había creado.

Los días siguientes logré evitarlo. No le atendí el teléfono y le contesté un solo e-mail: le mentí que me habían asignado un proyecto muy importante, que no tenía tiempo. Que ingenua, pensar que algo así lo podía desalentar. El Nuevo no claudica tan fácil, es una garrapata que se pegotea con toda su fuerza a la única persona que cometió el error de dirigirle la palabra. Esa tarde, cuando me levanté para ir al baño, me emboscó en un pasillo. Juraría que me esperaba, agazapado junto a los bebederos, como el león a la gacela. Me obligó a mantener quince minutos interminables de ruidosa charla, parada en el pasillo y con la vejiga llena, sobre el supuesto proyecto nuevo que amenazaba nuestra incipiente amistad. Ese día en el pasillo entendí que él, en esas conversaciones, persigue dos objetivos: afianzar nuestra amistad y demostrar que ya tiene amigos en la oficina. Por eso, su tono de voz es un poco más elevado de lo normal. No grita, pero se hace sentir y, aún peor, usa una risa estridente.

A pesar de ser bastante molesto, hasta acá era inofensivo. Pero ahora se descontroló: Ayer a la mañana el Nuevo escuchó mientras yo discutía con Marido. Todavía no sé muy bien cómo, aunque presumo que se escabulló a mis espaldas cuando hablaba por teléfono. No tengo idea de cuánto ni qué escuchó, y no me quiero enterar. En mi oficina hay una regla implícita, si alguien esta en medio de una conversación que parece privada, das media vuelta y mutis por el foro. Hay dos reglas mejor dicho, la otra es que si por casualidad escuchás algo, nunca le hablás del tema. Para enterarte de más detalles siempre están las secretarias y la recepcionista. Nosotros no nos ensuciamos con ataques frontales.

Por algo el Nuevo es nuevo, y en un solo día quebrantó ambas reglas. Me vino a preguntar, más tarde y con cara de buen samaritano, si estaba todo bien. Yo, inocente, pensé que me preguntaba por la dificultad del proyecto ficticio. Pero él se encargó de echar más sal en la herida de la segunda regla y aclarar “ a nivel personal”. Todo esto en su demostrativo tono de voz, unos cuantos deicbeles por arriba de lo privado. Esas tres palabras era la ostentación ante toda la empresa de nuestra amistad. Entre la bronca y la sorpresa, desempolvé mi mejor sonrisa de acá no pasa nada y lo despache como pude.

El Nuevo, ni lerdo ni perezoso, aprovechó la poca información que tenía sobre mi disputa marital para hacerse amigos nuevos: Porque mis compañeritos serán todos ingenieros circunspectos cercanos a la jubilación, pero si de chismes se trata, compiten cabeza a cabeza con cualquier portero de edificio. Después de ver al Nuevo susurrar en la cocina con la secretaria sentí por primera vez las miradas de lástima: la pobre separada con un hijo, sin el apoyo de su familia, lejos de su país. Si supieran que la discusión con Marido era porque dejé cinco pares de zapatos desparramados por toda la casa y eso, en su mundo, es inaceptable.

Me va a llevar un tiempo aplacar ese rumor, pero no me importa. Desde ese momento, se terminaron para mí las búsquedas psicodélicas en Internet y las horas dedicadas a mirar las fotos de Hijo. Se acabaron las conversaciones por teléfono con amigas y las salidas a almorzar eternas. Le puse limite al tiempo que dedico a escribir estas cosas y a limarme las uñas. Desde ese instante estoy atornillada a mi escritorio, concentrada. No hay proyecto, real o imaginario que me distraiga, porque de una cosa estoy segura, esto no va a quedar así. Le voy a hacer sentir al Nuevo quien manda. Voy a encontrar una manera sutil, grácil y femenina de vengarme.


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9.25.2008

Perfume de Mujer

Hace meses que lo siento. Todas las tardes, cuando llegamos a casa, su cuello desprende el perfume de otra mujer. Cada vez que lo abrazo o le doy un beso, su aroma me golpea como una cachetada. El recordatorio que estuvo con ella está impreso en su ropa. Él permanece indiferente a estas marcas, acostumbrado a vivir entre dos mujeres. Yo no me acostumbro. Nunca.

Hay días en los que puedo manejar mejor la angustia. Me convenzo de todos los argumentos racionales. De que ella no me reemplaza, que puede disfrutar mucho mientras esta con ella, pero eso no cambia ni un poco lo que me adora. Siempre va a volver a mi. Porque sé que me adora. No me lo dice, pero lo veo en sus ojos, lo siento en sus abrazos. A veces, hasta consigo tranquilizarme y aceptar la realidad hasta que, cuando está fundido en mis brazos, me llega una oleada de su perfume y todos mis razonamientos defensivos se desmoronan y empieza el mar de culpa.


Cada día, mientras yo trabajo, mientras escribo estas líneas, él se divierte con ella. Esa mujer, por la que siento envidia, gratitud y angustia, todo junto, es la que lo abraza ahora.
En este momento me gustaría ser la única que, al menos hoy, cuelga de su piel mi aroma. Por un rato, mientras ese perfume me inunda los poros, pienso que podría transformarme en otra mujer: yo y ella al mismo tiempo. Hay ratos en los que me quiero convencer que no existe, que no hay otra mas que yo: esos son los días que no puedo desprenderme de su fragancia, que se eleva desde su cuello como un tenaz recordatorio de su existencia. Después entro en razones y entiendo, o logro convencerme, que es por su propio bien que seamos dos, o más. Aplico el remedio de mi propia lógica de que es bueno para mí también, y él lo necesita.

Por mi salud mental, y la de tantas mujeres como yo, debería estar estipulado, debería haber una ley, decreto o derecho constitucional. Las maestras jardineras no pueden usar perfume.

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9.18.2008

La Señora sin Nombre

No es de día ni de noche. No hace frío ni calor. No siento mi cuerpo pero sé que existe, que llena parte de este espacio. Mis brazos caen sin peso y mi cabeza se mantiene erguida, alerta.

No sé donde estoy. Es un espacio luminoso, cubierto por un blanco aséptico. Las paredes y el piso resplandecen. Conviven en este ambiente la tensión crispada de un quirófano y el silencio impoluto de un museo solitario. Una luz difusa emblanquece aún más el ambiente. Es un blanco luminoso, neutro. No tengo urgencia por entender más. Este es un lugar placentero y confortable.
Un hombre, no recuerdo quién, se acerca. Camina junto a una señora mayor. Se detienen a unos metros de mí. El señor me presenta con un gesto silencioso. No hay sonidos, no se oyen ni siquiera nuestras respiraciones. Sólo se escucha, amplificado, el roce de las telas de sus ropas.

La señora no tiene nombre. Es una mujer anciana, alta y esbelta, muy pálida. Tiene puesta una túnica blanca y una estola también blanca con dos dibujos rojos en las puntas. Su pelo es entrecano y largo. No la miro a la cara. Mi atención esta atrapada por el contraste de los dibujos rojos sobre su estola.

Me invade de una paz habitual. No es esa paz luminosa, que paraliza. No es una paz new age ni relajante. No, esta una paz de todos los días. Esa serenidad que se siente con gente que te conoce bien y te quiere. La armonía de la sinceridad mas profunda.

La señora, que tiene una voz dulce pero certera, de repente se dirige a mí. Me dice: “Te vine a buscar.” Yo pienso en lo que me dijo y, al rato, le respondo con naturalidad, como si la conociera de siempre. Algo sorprendida, aunque segura, le digo: “¡Pero si todavía no es mi momento!”

Ella baja la cabeza. Reflexiona. “Es verdad”, me contesta. Me observa una vez mas antes de dar media vuelta. No camina, flota sobre el piso mientras se aleja. No le veo los pies debajo de la túnica. Esta vez no escucho ni el ruido de sus ropas ni el deslizarse de sus pasos.

Miro de nuevo a mi alrededor. Ya no es ese lugar impoluto. Estoy en una estación de tren, parada en un andén, sola. Se escuchan bocinazos y ruidos de la calle. No hay ni alma a la vista. Un tren, vacío, está detenido en las vías a mi izquierda.

Doy media vuelta y camino en dirección opuesta a la que se fue la señora sin nombre. Camino sin apuro. No me escapo. Me dirijo hacia afuera y siento la ciudad vibrar bajo mis pasos. No siento miedo ni alivio, sino la serenidad de saber que las cosas son como deben ser y seguirán siendo así.



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9.11.2008

Las Fechas

Cualquiera podría reprocharme, con razón, que al momento de dar el sí y embarcarme en este matrimonio, lo hacia a sabiendas de lo que significaba. Es verdad, nadie me engaño ni me hipnotizó con espejitos de colores. Mea Culpa. Siempre supe en lo que me metía. Lo que no sabia, o no quería reconocer, es que luego de ese fatídico sí quiero, mi vida pasaría a estar regida por tres semanas cada año. Tres semanas malditas, estresantes y dolorosas. Veintiún días, con cada una de sus horas, que congregan la suma total de angustia y alegría, todo de una vez.

Son tres semanas que aglutinan Día del Padre, Aniversario y Cumpleaños de Marido. Las Fechas, las llamo yo. Cualquiera podría decirme, sí, pero ¿quién, a la hora de fijar la fecha de casamiento, calcula cómo le cae en el calendario? ¿A quién se le ocurre que una decisión de ese tipo va a tener un impacto tan grande en su vida? Ese fue mi error: Subestimar el poder corrosivo de Las Fechas. En aquel momento recuerdo que hasta me pareció pintoresco volver de la luna de miel justo el día del cumpleaños de Marido. Nunca pensé que Las Fechas se transformarían, tan rápido, en mi espada de Damocles. Una maldición para toda la vida.


Antes de tener a Hijo el problema no era tan grave, dos regalos en tres semanas era manejable. Un desafío interesante, sí, pero gobernable. Ahora, con el Día del Padre en el medio, todo se fue de control. Creo que no me da el cerebro. Puedo tener una idea para un regalo, quizás hasta puedo ser creativa con dos; pero tres al hilo, casi sin respirar, es mucho pedir. Nadie puede manejar toda esa adrenalina, menos con Marido que me respira en la nuca y registra cada gasto.

Durante el resto del año, Las Fechas siempre están latentes. Me acechan, adormecidas, desde su ubicación en el calendario. Escucho cada conversación y cada comentario con especial atención. Es agotador. Quien sea que inventó los festejos de Aniversarios, Cumpleaños y Día de Padre, los pensó como acontecimientos felices. No generadores de un estrés letal. Pero nadie, nadie que yo conozca, vive algo siquiera similar a lo que vivo yo con Las Fechas. Su cercana separación es mortal. Si se congregaran en, digamos, una semana, entonces se puede dar un solo obsequio un poquito más importante que cubra todos los acontecimientos, pero tres semanas es tiempo suficiente como para tener que regalar algo distinto en cada ocasión.

Después de unos cuanto años juntos, ya regalé ropa, zapatillas, relojes, electrónica, libros, lo que se les ocurra. Marido lo tiene todo. Y si no lo tiene, seguro se lo compra unos días antes, de jodido que es nomás. Como si esto fuera poco, él también se prepara y, apenas aparecen Las Fechas en el horizonte del calendario, empieza con sus aleccionamientos: que no gaste mucho, que tenemos que cuidar el presupuesto, que no me vaya de mambo y no sé cuantas cosas más que ya ni siquiera escucho. Porque bastante difícil es el tema por sí solo como para además limitar las opciones.

Así llegamos a este año. Con una idea genial (aunque costosa) para el Cumpleaños y otra bastante digna para el Día del Padre. Solo faltaba el aniversario. El único festejo donde intercambiamos regalos. Ni intenté la estrategia de hablar del tema. No pregunté que prefiere, porque no quería volver a escuchar toda la perorata del presupuesto. Ya aprendí mi lección.

Mi estrategia ahora es más elaborada. Me concentro en tirar “ideas”de regalos aceptables, cosas que me gustaría tener o que pueden disparar un comentario revelador. Evalúo, así, la aceptación que tienen. La clave está en esas “ideas”: pienso cosas que podrían ser unisex o tirar puntas para otros regalos, si es que Marido embala. Un ejemplo seria: “Me encantaría aprender a tocar la guitarra”. En general son comentarios al divino botón, porque las cosas que a mí me interesan, a él le parecen una pelotudez. Y lo que a él le interesa... ¿Cuál es el limite para ESPN, TyC y demás canales de tiros o deportes?

Este año ensayé toda clase de “ideas” sin éxito. Una semana antes de Las Fechas exploré, con Hijo a cuestas, tiendas departamentales, shopping, outlets, y supermercados. Me embarque en las búsquedas más dispares e insólitas en catalogos de Internet: escaneé ofertas, novedades, ideas. Leí con atención todos los e-mails de publicidad me llegaban.

Unos días antes, en una de esas caminatas exploratorias por pasillos llenos de mercadería encontré lo que buscaba. Recordé cada publicidad de ESPN, cada una de las veces que, al recorrer estos mismos pasillos, le prohibí gastar plata en ella. Pero ahora era el momento indicado. Lo iba a sorprender. Una cosa era segura: no se la esperaba. La envolví con cuidado, puse el paquete dentro de una preciosa bolsa de colores y la escondí hasta La Fecha.

Es por muchos conocido que no soy buena para esperar y los días previos a cualquier fecha de este tipo están cargados de tensión. Uno intenta por todos los medios adivinar que compró el otro y mandarse un poco la parte por el regalo que tenemos escondido, pero sin dar demasiadas pistas que lo lleven a resolver el misterio. Hay que generar expectativa, preparar la sorpresa pero con cuidado de no deschavarse. Es un constante decir sin decir.

Esa mañana, cuando nos despertamos en un nuevo aniversario como Marido y Mujer, me acerqué a la cama con el desayuno y la bolsa del regalo. Con una sonrisa, intercambié mi bolsa por un paquetito chiquito que cabía en la palma de la mano. La primera batalla estaba ganada, por volumen y presentación. Contuve mi ansiedad para poder ver su cara cuando abría mi regalo. Él sacó el paquete. Rompió el papel. Sus dedos se movieron ansiosos hasta descubrir, debajo, la caja con la foto enorme de la George Foreman Grill. Sus manos cedieron un poco. Terminó de romper el papel. “Elimina la grasa de sus hamburguesas”decía la caja, en letras grandes. “Derrite el queso y cocina vegetales”, anunciaba en otro lado. La última vez que Marido pisó la cocina fue hace dos años, por equivocación. Levantó una ceja. Miró dentro de la bolsa y, con sorpresa, descubrió que había nada más. Sus uñas rasparon un poco el fondo, negándose a dar por terminada la pelea.

Todavía tenía en mi mano el paquete chiquito. Tímida, rasgué el envoltorio para descubrir una caja de terciopelo. No me animaba a seguir. Temblé. Presentí que ahí adentro, unos aros brillantes confirmarían que una vez más excedió el presupuesto y que esto me lo va a recordar por años.



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9.04.2008

Cada tanto


Al Padrino

Cada tanto, se rompe la rutina. Ese día, a la hora indicada, casi se puede escuchar el quiebre, violento y feliz. Es una ruptura planificada, pero desestabiliza igual.

La grieta empieza a abrirse unos días antes, cuando limpiamos la casa a fondo. Pasamos el trapo por cada uno de los rincones, repasamos estantes y bibliotecas, lavamos ventanas, zócalos, cortinas, acolchados y fundas. Regamos con generosa lavandina piletas, bañadera e inodoros. Estiramos los almohadones del sillón y acomodamos las sillas del comedor con precisión milimétrica. Después, contemplamos con orgullo nuestra casa. La misma que hasta algunas horas tenía marcas en las cortinas y cuadros torcidos. La misma que se prepara, como nosotros, para la revolución.

La rajadura se amplía aún más esa mañana. Nos subimos al auto ansiosos y alertas. Una vez en el destino, me bajo con Hijo mientras Marido estaciona, no vaya a ser que lleguemos tarde. A esa altura, la rutina está herida de muerte, a la espera del golpe final que la destruya.

El bayonetazo se escucha claro. Rebota en los vidriados pasillos, entre valijas, bolsos de mano, camperas, ojeras y cansancio. Hay abrazos. Muchos abrazos. Hay también besos. Y más abrazos.
Cada tanto llega un Abuelo, una Abuela o un Tío con dulce de leche, alfajores, libros, cds y 9.000 km a cuestas. Cada tanto llega un pedacito de nosotros, de nuestra historia, a desarmarnos la rutina. Nos reinventa horarios, comidas y hábitos.

Son días iguales a los anteriores, pero un poco distintos. Descubrimos esta pequeña ciudad a los nuevos ojos. Circulamos por las mismas calles y autopistas que andamos todos los días. Aprovechamos esos escasos momentos para compartir con ellos nuestra vida, nuestro barrio, el Jardín de Hijo, el hospital donde nació, el supermercado y miles de lugares que son parte de nuestra vida cotidiana. Una vida tan distinta a la que teníamos en Buenos Aires.

Los llevamos a comer a los lugares que podrían ser típicos, a los que vamos mas seguido y a los que más nos gustan. Y, lo que todo visitante quiere, los llevamos de compras. Los traemos de vuelta a casa cargados de bolsas, cansados y felices. A jugar con Hijo, a bañarlo y leerle cuentos. A participar en nuestros pequeños rituales diarios. Para que, cuando nos vuelvan a separar esos 9.000 km, no nos sintamos tan lejos. Para que la casa, el barrio y las calles tengan dimensiones y colores reales.

Cada tanto, se rompe la rutina. Por unos pocos días, la casa se achica y jugamos a agregarle horas al reloj para poder aprovecharlos, exprimirlos, hartarnos. Esa rutina quebrada se repara con esa presencia, esas manos y esas voces que se acomodan en nuevos hábitos compartidos. Cada tanto confirmamos que las distancias existen, a pesar de la tecnología y del teléfono. Cuando es la voz de una abuela la que lee el cuento a la noche, o la mano de un Padrino la que acerca la pelota, comprendemos que si, las distancias existen.

Pero casi sin quererlo llega el momento en que empiezan a juntar sus petates, a recolectar pertenencias de la cocina, del baño, del living. Poco a poco, despojan a la casa de su presencia, aún antes de irse. Este silencioso acopio culmina con dos enormes valijas estacionadas en la mitad del living.

Entonces, esa débil rutina recién adquirida da sus ultimas bocanadas. Cargamos a la familia en el auto. Marido nos deja mientras va a estacionar. Tampoco esta vez queremos llegar tarde.
Aguardamos mientras hacen sus trámites en el mostrador de la aerolínea. Nos sentamos, silenciosos, a esperar la hora de embarcar. Hijo mira embelesado los aviones. Ya no hay mucho tema de conversación, solo una opresión que se empieza a hacer sentir en la garganta.
Hay un abrazo fuerte, con algunas lágrimas. Hay besos que se vuelan mientras pasan por seguridad, mientras se sacan los zapatos y se los vuelven a poner.

Hay un silencio implacable cuando caminamos hasta el auto y volvemos, solos, a casa.
Quedan pilas de sábanas y toallas para lavar y, quizás, alguna remera olvidada. Quedan las cortinas marcadas, el sillón arrugado, platos sucios y sillas desacomodadas. Quedan, en algún rincón, la voz de una Abuela, los mimos de un Tío y la mirada de un Abuelo.

Queda la casa llena de recuerdos y una rutina que se reinventa para poder sobrevivir. Hasta el próximo cada tanto.

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8.28.2008

La tercera es la vencida

Todavía no sé si estar orgullosa o si me tiene que dar vergüenza, pero gracias a mi iniciativa, empuje y liderazgo, empezamos en la oficina un programa corporativo para adelgazar. Una especie de Alcohólicos Anónimos para gordos que somos todos viejos conocidos.

Que conste en actas que no lo hice por mí, no señor. Lo hice por Gordi, una chica que trabaja en Legales. Gordi es muy inteligente y divertida, con un humor ácido que escasea por estas geografías. Gordi tiene un sobrepeso de, estimo yo, cerca de 100 kilos. Creo que debajo de las extensas capas de grasa, incluso es linda. Tiene buen pelo y, pareciera, lindos ojos. Me da pena que sea tan obesa y quería ayudarla. A ella.

En este programa vienen a tu oficina, te dan una dieta y después van todas las semanas a pesarte y te tiran de las orejas si seguís con las actitudes de gordita compulsiva. Lo único que tenia que hacer era conseguir un grupo de 15 personas.


Me enfrenté, en ese momento, a la primer disyuntiva. Si hacía público este programa iba a frustrar años de trabajo, un gran esfuerzo por esconder que soy una gordita clandestina. Todas mis refinadas estrategias en el arte de los cortes de pantalón, de los accesorios, las telas y los colores, tirados por la borda en un acto de generosidad al prójimo. Intenté correr el famoso boca a boca a ver si alguien se interesaba, sin exponerme. Juro que no lo planeé, pero otra gordita clandestina que trabaja en Compras se auto promocionó a Gerente del proyecto y tomó a su cargo la comunicación y la cobranza. Me salió redondo (sin doble sentido).

Sólo faltaba esperar hasta el jueves, la primera reunión. Si hubiera podido esperar paciente... pero cuando tengo una misión soy implacable, casi diría insoportable. Como quien no quiere la cosa, me acercaba todos los días al cubículo de Gordi para mandarle un recordatorio subliminal. Comentaba cosas como: “Aprovechemos para comer papas fritas ahora, porque el Jueves se acaba la joda”o “Que injusta es la distribución de metabolismos, ¿no?”.

El miércoles a la noche no cené. El jueves me levanté temprano y casi no desayuné. Seleccioné la ropa del día según el peso de las telas. No era cuestión de, además de mis generosas carnes, agregarle a la balanza gramos innecesarios. Antes de la reunión me fui al gimnasio. Me encargué de chivar buen rato y después me duché. Cuando me vestí, guardé en el bolso el reloj, aros, collar, pulseras y todo tipo de accesorio. Hice fuerza con la vejiga para sacar hasta la última gotita de pis. Y fui a enfrentarme con los otros gordis.

El placer que no tuve al ver mi peso en la balanza, lo tuve cuando vi a Gordi sentada en la primera fila, cual alumna aplicada. Allí estaba, con toda su humanidad, atenta mientras tomaba apuntes de todo lo que decía la instructora. Me sentí feliz, un poco como la Madre Teresa de Calcuta. Sentí que podía cambiar la vida de Gordi, que podía ayudarla a ser más saludable. Después de todo, yo estaba ahí por ella, no lo olvidemos.

La reunión terminó con la promesa colectiva de comer mucha ensalada, alejarse del pan y hacer ejercicio. Volví a mi escritorio con el sentimiento de la misión cumplida. Aliviada, feliz de haber traído a Gordi a una vida mas sana.

Ya a esa altura, con varias horas en ayunas y la escapadita al gimnasio, tenía mucha hambre. Miré el tupper con mi comida y me deprimí un poco: esa porción controlada y exigua no me iba a ayudar demasiado. Por suerte, justo llegó un e-mail de la secretaria que anunciaba sobras de un almuerzo ejecutivo en la cocina. Agarre el tupper y enfilé a ver que me deparaba el destino.
Ahí me enfrenté a la segunda disyuntiva. Sobre la mesa había una variedad de manjares rebosantes de grasa, calorías, azucares y carbohidratos. Me resistí, concentrada en el tupper con comida light que estaba en el microondas. Era el primer día de mi dieta, si me dejaba tentar hoy, ¿qué me esperaba el resto de la semana? Fijé la vista en el plato que giraba. Enfoqué todos mis sentidos en el reloj digital que retrocedía los últimos segundo. 10, 9, 8. Entró Gordi a la cocina, impulsada por el mismo e-mail. 7,6,5. Saludó. 4,3. Sin ni siquiera dudarlo, sin sentirse culpable ni pedirme permiso, agarró un plato descartable y se sirvió una generosa porción de fideos y la regó con salsa y crema. 2,1. Esparció una espléndida cantidad de queso rallado. Beep Beep Beeeeeeeep. Agarró un pan. Me sonrió mientras meneaba sus carnes hacia la puerta.

Saqué mi comida del microondas. Huele bien. Es sana, sin grasa, sin carbohidratos. Camino a la salida me enfrenté a la tercera, y última, disyuntiva. La panera. Perdí. Salí de la cocina con mi comida calentita y en la otra mano un pedazo de pan. Bueno, dos.



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8.21.2008

Cien años de perdón

Cuando quedé embarazada, Marido comenzó a coleccionar alcancías para Hijo. Chanchitos de plástico que te regalan en el banco para enseñar a los niños a ahorrar. Marido, cada vez que iba al banco, le mangueaba un chanchito a la cajera y guardaba allí las monedas que le sobraban cada día. Así llenó un par. Unas semanas antes de parir, un amigo que, o bien tiene dotes de vidente, o lo conoce bastante, le regaló una alcancía hecha y derecha. Un chancho extra large de cerámica con el nombre del nonato Hijo pintado en un costado. Ese fue un nuevo desafío para Marido, que empezó a juntar dinero con nuevo ahínco. Demás esta decir que, antes de nacer, la criatura ya contaba con una pequeña fortuna.

Yo, en cambio, nunca deposité ni un centavo. No es por tacaña, no. Bueno, quizás un poco, pero tengo razones más dignas.

En mi billetera las monedas no son una molestia, sino todo lo contrario. Son un bien preciado, por gorda y por glotona. La máquina expendedora de gaseosas y golosinas de mi oficina sólo funciona con monedas. A las diez de la mañana, cuando mi estomago se olvidó del apurado desayuno que tomé a las siete, las monedas me salvan. Si después de almorzar mi cuerpo exige algo dulce, son ellas quienes vienen al rescate. A las tres de la tarde empiezo a cabecear en el escritorio y las monedas son el pasaporte a una dosis de cafeína. Las monedas me mantienen con vida. Con abundante vida. Con exceso de vida, podríamos decir.


Durante el embarazo, en cambio, el doctor fue quien me recomendó comer varias veces al día y tomar mucha leche (chocolatada) para evitar la acidez. No era ni por gorda ni por glotona. Era porque estaba preñada.

Cada noche, veía a los cerditos engordar y capitalizarse. Entonces, si algún día me quedaba sin monedas, antes de salir de casa atacaba las alcancías de Marido. Nunca consideré que eso fuera robar por dos razones: Primero, esas monedas eran también mi plata y, segundo, las necesitaba para mantener un embarazo saludable y traer al mundo un bebé sano. Dos razones inobjetables.

Una mañana como tantas otras, esperé que Marido se fuera a duchar y me dispuse a perpetuar el saqueo. Estaban las dos alcancías de plástico rellenas y la nueva, la grande, de cerámica, a medio completar. Mi extracción se iba a notar menos en esta última. Cuando la di vuelta, las monedas sonaron adentro. Empecé a forcejear con el tapón de plástico pero no cedía. Yo tironeaba cada vez más fuerte y el chancho era un sonajero. Entre mi desesperación, el ruido de las monedas y la tranquilidad de escuchar la ducha, no sentí los pasos de Marido.

- ¿Qué hacés?
- Nada, respondí, quería abrir esto
- ¿Para qué?
- Quiero ver una cosa...
- ¿Necesitas plata?
- Eh... sí
- Yo te doy, dice, mientas me alcanza un billete de veinte.

¡Un billete de veinte! No me sirve para nada. Puedo tener cientos de billetes de veinte que, una vez dentro de la oficina, es lo mismo que nada. No detuve mis intentos de abrir el chancho para explicarle mi desesperación por las preciadas monedas que él depositaba ahí todas las noches.
Entonces empezó el monólogo: Que no tengo vergüenza, cómo soy capaz de robarle a nuestro propio Hijo... ¡La criatura todavía ni siquiera nació y ya tiene su patrimonio personal! No hubo manera. Ni de abrir la alcancía ni de convencer a Marido, que las escondió para siempre. Fue mi primer día sin papas fritas, m&m, leche chocolatada ni gaseosa y no fue fácil. Este temita del embarazo no era tan bueno si no podía, por primera vez mi la vida, comer sin culpa.

Esa noche, antes de que llegue Marido, revolví toda la casa. Empecé por el cuarto a medio armar de Hijo, la cocina, nuestro dormitorio, el living. Nada. No es sencillo esconder tres alcancías, una de ellas bastante grande, pero Marido lo logró. Cuando llegó de trabajar me encontró en mi frenética búsqueda mientras vaciaba el placard del lavadero. Probé distintas estrategias: Primero, prometí: Le jure con mi vida que no iba a sacar nunca más nada. Luego, me enojé: Al final, era mi plata también y yo hacía tantos esfuerzos como él en ganarla. Después, negocié: El chico todavía no nació y ya tiene todo ese dinero, cómo vamos a educarlo en el valor del esfuerzo si empezamos regalándole plata porque sí. Como eso tampoco dio resultado, apelé a la culpa: El médico dijo que tenía que comer cada dos horas, por mi salud y la del bebé. Al final, víctima: Total, la que sufre la acidez soy yo. Para vos es muy fácil, no te transformaste en una ballena franca austral. Marido siguió firme y no pude, aún hoy, descubrir el escondite secreto de las alcancías.

Luego de un período en el que el proveedor de las máquinas expendedoras estuvo a punto de declararse en bancarrota, aprendí a desarrollar las artimañas mas variadas y creativas para mantener el monedero cargado. Ahora cuido las monedas con mi vida. Tengo varias estrategias de aprovisionamiento que no voy a detallar acá, porque sé que Marido me lee... a veces. En general me dan buen resultado aunque he tenido que apechugar algunos días y tomar agua del bebedero como todos los mortales. Son días más difíciles, pero se sobrevive.

Ahora que Marido ha eliminado la tentación de manotear las alcancías, y yo pasé por un largo período de abstinencia que me sirvió para madurar como madre, a veces no entiendo como pude robarle a mi propio hijo. Otras veces pienso: Hijo me roba horas de sueño. Me robó mi esbelta figura y piel de durazno. Hasta en los peores días, me roba una sonrisa. Desde el día que vi esas dos rayitas asomarse entre mis gotas de pis, Hijo me robó el corazón. Ladrón que roba a ladrón...

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8.14.2008

Cómo llegué hasta acá

Nunca me imagine casada. No soñaba con vestidos de novia, arreglos florales ni listas de casamiento. Aquel sueño edulcorado de encontrar a tu príncipe azul, dejarlo todo por él, reproducirse como conejos y dedicarse a cambiar pañales y limpiar los baños no era para mí. Con la misma certeza, entendí que había una cuota de soledad en ese destino que me esperaba, irremediable. Llené mi vida de libros, de música, de trabajo, de todo aquello que me pueda augurar una vida plena, sin marido ni descendencia a la vista. Y era feliz. Casi feliz.

Hasta que un día vi cruzar la calle a un caballero alto y de mirada franca y fue mi perdición. No solo terminó convirtiéndose en Marido, sino en amigo, compañero, amante y confidente.
Juntos sentimos el hechizante llamado de nuevas oportunidades, hicimos las valijas y nos lanzamos a la aventura, al juego de inventar nuestra familia solos, en otro país, con otro idioma y otras costumbres.

Este nuevo hogar es la patria de Hijo, que con su año y medio, sus rulos indomables, su risa espontánea y sus caprichos frecuentes revoluciona cada día, agota hasta el ultimo gramo de energía y le da un sentido a mi vida.

Y acá estoy hoy, un poco más arrugada y con menos paciencia. Con una vida que, a diferencia de la mayoría de las mujeres que conozco, no planifiqué. Cada día fracaso en el intento de ser la mejor mamá, la mejor esposa, la mejor profesional, adelgazar un poco, hacer ejercicio, lavar la ropa y hacer las camas. Y entre todo eso, también, intento recuperar una parte de aquel pequeño y adolescente sueño de escribir.


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